Espacio de opinión de Canarias Ahora
Que cada palo aguante su vela
Algunos dijimos que la venta de suelo público industrial reduciría la capacidad del Cabildo para acometer en el futuro una política económica que tuviera entre sus referentes el desarrollo industrial. Se le recordó a Soria, entonces, que quien vende una vez come, adagio que la vieja sabiduría de la era “pre-especulativa” grabó a fuego para el caso de ventas cuya finalidad no fuera mejorar la posición relativa del vendedor, sino, simplemente, disponer de dinero para gastar, sin un objetivo concreto de inversión.
Yo no sé, exactamente, para qué quería Soria aquel dinero. Ignoro a qué cuidados lo aplicó por lo que sigo sin saber de qué forma benefició a la isla. Lo que me recuerda la venta de Sialsa que ha dañado tanto a la ganadería grancanaria que en algún momento se le ha pasado por la cabeza a la actual corporación crear una nueva empresa industrial que reasuma sus cometidos. Fueron ventas que no se le ocurrirían a un economista y alto funcionario del Estado, como ha dicho el propio Soria recordando esa condición suya, respecto a las facturas de esas idas y venidas que tanto entretienen a los cazadores de su mala cabeza. Me refiero, de más está decirlo, a las facturas que presentara a la juez Varona para demostrar que no ha nacido aún el empresario que le pague un cortado.
Vienen los párrafos anteriores a cuenta de que el Gobierno canario, que vicepreside el ex macho, pretende del Gobierno central que elabore y ponga en marcha un programa de reindustrialización de las islas. Los vientos vienen de cara y ha de aparentar el pacto CC-PP que está al quite. De no ponerse en marcha la reindustrialización salvadora, el correlato sería culpar a Madrid de todos los males y por eso oculta el detalle de que las competencias en materia industrial las tiene el Gobierno de Canarias: a él corresponde desarrollarlas y aplicarlas. Ni qué decir tiene que no lo ha intentado y que en el caso concreto de Gran Canaria , las ventas sorianas aludidas indican que no estaba siquiera en sus previsiones aunque fuera como remota posibilidad de futuro. El desastre de los concursos eólicos, al margen de sus implicaciones judiciales, indica que Dios no ha llamado al Ejecutivo por los caminos de la sensata y transparente gestión de nada.
En varias ocasiones he dicho que esta autonomía no nos sirve, que es preciso plantearla a partir de otros supuestos que contemplen, para empezar, la constitución física del archipiélago. Sé que ningún grupo político está por la labor, lo que se comprende porque no cuentan con líderes regionales creíbles. Si hace unos años era difícil que los hubiera, hoy resulta imposible por lo que la presidencia del Gobierno regional está a merced de pactos como el que hoy gobierna y de las cuotas insulares en el reparto de cargos para contentar a todos; a todos, menos al ciudadanaje sobrecogido al encontrarse en puestos de responsabilidad a auténticos incompetentes (o “incompetentas”) pues resulta más determinante en este bingo el origen insular que la cualificación. Si ya tiene delito que se hayan tirado a la basura ciento y tanto mil votos electorales, ni les cuento lo que puede pensarse en Gran Canaria, por ejemplo, de un Ejecutivo formado por las dos fuerzas políticas rechazadas en la isla.
Sin embargo, no es preciso salirse de los límites de la actual autonomía para el diagnóstico de su fracaso. Porque, como digo, no ha sabido desarrollar las competencias transferidas dentro del actual sistema, lo que no le impide seguir reclamando las que le faltan no se sabe muy bien para qué. Como no sea para que no se note la transustanciación de esas competencias en pura incompetencia.
No pretendo, bonito fuera, justificar y mucho menos defender a Madrid sino que cada palo aguante su vela. No es de recibo rebotar responsabilidades con engaño del ciudadanaje exigiéndole al Gobierno central una reindustrialización que es cometido autonómico. Equivale a renunciar a la autonomía pues se solicita un intervencionismo reñido con la descentralización autonómica. Es, en definitiva, un reconocimiento tácito de impotencia.
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