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Ravelo vuelve a San Expósito

Alexis Ravelo

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San Expósito es el pueblo imaginado por Alexis Ravelo para situar la acción de dos de sus mejores novelas: La noche de piedra y Los días de Mercurio. Dos novelas con las que se alejó de la saga Monroy y de otras como Las Flores no Sangran o la aclamada Estrategia del Pekinés.  Pues Ravelo, como un Simenon canario, ha venido construyendo un variado mundo literario, cambiando de estilo, temas y sujetos, según le viene en gana. Tan pronto nos ofrece una entrega de su peculiar Maigret (Monroy) como nos sumerge en mundos obscuros y miserables como los de El gato… o algunos, que sin dejar de ser criminales, son aparentemente más ligeros como Los Hermanos Rico. Y su última novela, Los nombres prestados, enlaza directamente con la serie de la iniquidad, las citadas La noche de piedra y Los días de Mercurio, y con Los milagros prohibidos. Si bien en esta última el espacio es la isla de La Palma y en las otras es el imaginario San Expósito, las tres tienen en común que tratan de la memoria histórica. La represión franquista, la falange, etc. son usados en estas tres novelas para construir y dirigir la historia, nuestra historia y la de los personajes ravelianos, que viene a ser la misma. El franquismo, la represión, el tardo franquismo, nos han marcado y siguen marcándonos. Basta con observar el panorama político de estos últimos tiempos. 

Con este regreso a San Expósito que es Los nombres prestados, Ravelo avanza en su investigación de la memoria histórica, abordando la más reciente, la de la lucha contra el terrorismo por parte del estado. La guerra sucia que se llevó a cabo desde antes de la muerte de Franco hasta bien entrada la democracia. Sus personajes  están directamente vinculados a esa lucha, son parte de nosotros mismos. El terrorismo de estado y el otro se unieron en una indisoluble retroalimentación que ha marcado, hasta cierto punto, la democracia española.  

Cuatro son los personajes fundamentales de la obra: el policía retirado, la terrorista retirada, los supervivientes de la banda terrorista y un perro y un “inocente” (figura ya utilizada en La noche de piedra). Tanto los supervivientes como el perro y el niño pueden ser considerados como dos personajes. En el fondo su papel en la historia está unificado: los terroristas tienen una sola misión en la que actúan como uno solo, y el perro y el niño forman un binomio que ofrece la misma mirada inocente de los hechos.

El policía y la terrorista retirada tienen también un solo motivo: la expiación. No es que Ravelo enlace con la tradición cristiana de redención y expiación tan explotadas por la literatura estadounidense, su  vinculación está más en la tradición griega por la que había que comprar el favor de los dioses si se había obrado contra ellos. Tradición que se encuentra también en el judaísmo que sacrifica animales ante el dios omnipotente y vengativo de la biblia, de ahí lo de chivo expiatorio. Entregada su sangre a dios para que perdone. La expiación de la protagonista es otra, sacrifica su libertad al cuidado del inocente. Por medio de él piensa redimirse de sus acciones terroristas y hacerse perdonar, no por ningún dios, sino por su conciencia, que la acosa por las noches con la espantosa imagen de “…un fraile de ocho brazos.” Imagen que mete mucho miedo si recordamos el poder omnívoro de la iglesia católica entre nosotros.  Ese impulso moral  alienta igualmente al policía aunque en este existe un fondo religioso, un temor de dios, que le lleva al último sacrificio. 

Pero Ravelo escribe por capas, la primera es la de la acción, que nos arrastra y nos obliga a la relectura para encontrar otras capas como la ya mentada de la expiación, la del papel que jugó la sociedad española en la dialéctica del rechazo/aceptación de la guerra sucia y el terrorismo vinculada al uso de la violencia para la resolución de los problemas. Hasta qué punto la violencia se vuelve inevitable en nuestra sociedad y hasta qué punto está justificada. Ya no estamos en el Meursault rechazado por la sociedad, estamos ante la violencia aceptada por todos nosotros como inevitable. Ravelo vuelve a Camus, en este caso al Camus moralista de Los Justos, o al Simenon de La nieve estaba sucia. ¿Hasta qué punto hemos sido cómplices de la violencia? Esta pregunta, cargada de ética, enlaza directamente la obra de Ravelo con la de Chandler, Hammett y Ross McDonald… la ética que subyace en nuestras acciones y por la que intentamos  bien justificarlas bien impedir que los daños colaterales de la sociedad se ceben en los inocentes, en este caso el niño tutelado por la protagonista. Niño cuya inocencia nos recuerda al del pequeño Starret en la obra de Jack Schaefrer. Niños que son testigos, y como tales observan, narran la historia o la sufren. 

Y en este uso de la inocencia radica una de las diferencias de Ravelo respecto a otro escritor del género negro, con el que el acertado crítico Antonio Becerra lo relaciona: Chester Himes. Pues si bien ambos autores recrean un espacio, en el caso de Himes un Harlem reconstruido por los recuerdos del exilio y en Ravelo  San Expósito y ambos a su vez tienen  un estilo rápido y duro. Un estilo que deja prácticamente sin aliento al lector, que arranca aquí y allá una sonrisa. Pero se distinguen claramente en el uso de la inocencia. Para Himes no la hay en esta sociedad, ni los negros segregados ni los blancos que  segregan son inocentes. Ni mujeres ni niños son inocentes, pese a sufrir directamente la violencia de los hombres o los adultos. Para Ravelo, por el contrario, y en esto enlaza directamente con Chandler y compañía, todavía queda espacio para la inocencia, es decir, para la esperanza. Aquí y en San Expósito. 

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