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Razones

Eduardo Serradilla Sanchis / Eduardo Serradilla Sanchis

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El problema viene cuando se delimitan las funciones de una persona cuya vida se mueve en el ámbito privado -las cuales son propiedad de cada uno-, y las parcelas de las que dependen las actuaciones de una persona pública o con un cargo de responsabilidad en la sociedad. Lo mínimo que se debería pedir en el segundo de los casos -aunque lo deseable es que fueran en ambos- es una coherencia a la hora de actuar y de ejecutar tal o cual decisión, ley o presupuesto económico.

Esto es así, dado que la idea de la que parte nuestra sociedad democrática se soporta en el convencimiento de que dichos cargos electos harán todo lo que esté en sus manos para lograr que la sociedad mejore, evolucione y, de paso, se subsanen algunos de sus problemas.

No siempre se puede acertar -ni el médico chino del refrán puede- y menos en una sociedad tan compleja como la del siglo XXI en el que vivimos.

Sin embargo, empieza a cansar tanto despropósito y tanta altanería cuando se trata de justificar una determinada actuación.

Lo he dicho antes, cada cual tiene sus razones para comportarse de una determinada manera y, no nos olvidemos, nuestros cargos electos llegan al poder con sustanciales ayudas -sobre todo económicas- de terceras personas, muchas de las cuales esperan que el favor les sea devuelto de alguna u otra forma. Por ello, numerosas actuaciones están motivadas por los compromisos previamente adquiridos durante la precampaña electoral.

Esto también nos podrá gustar más o menos, pero es lo que hay y mientras el mundo se mueva a base de dinero, poca opción nos queda.

De todas maneras, esto último tampoco debería lastrar, por lo menos en lo más sustancial, la actuación de un cargo público, a no ser que el favor debido sea de los que hay que pagar con sangre y durante toda una vida. De otro modo no se entienden comportamientos que van en contra de la buena marcha de la sociedad, al representar un derroche de medios y dineros que en poco o nada, repercute en la misma.

A veces se me olvida que para muchos los símbolos siguen siendo más importantes que las personas y, en base a ello, articulan sus discursos. Es triste que antepongan un pedazo de tela, un escudo heráldico o las palabras de un himno a los sentimientos y los pensamientos de una sociedad, la cual reclama soluciones y no buenas palabras.

La historia está escrita por la sangre de quienes murieron peleando por un ideal para que luego, quienes les mandaron a morir, volvieran a reconstruir un mundo viejo y caduco, en vez de apostar por uno nuevo y diferente.

De ahí que no me extrañe las argumentaciones de muchos de nuestros mandatarios, basadas en el uso y abuso de símbolos y proclamas, en vez de aportar el resultado de su trabajo. Y, además, apoyan sus razones con cifras, como si sus símbolos sólo valieran por el coste de cada uno de ellos.

Poco importa si sus razones cuestan 360.000 euros, 25.000 euros, 67.000.000 euros o un euro. Lo que sí importa es el beneficio que todo ese dinero le aporta a la sociedad y si dicho dinero se pudiera utilizar en otros menesteres más necesarios.

No pretendo vaciar nuestras calles, instituciones, o escuelas de cualquier símbolo, pero me parece del todo censurable que alguien presuma el haberse gastado tanto dinero en un símbolo u otro que forme parte de la decoración de una de las muchas plazas que se encuentran en nuestras ciudades, mientras falten casas de acogida, guarderías, bibliotecas o centros para mayores en la mayorías de nuestras ciudades.

Es, entonces, cuando las razones de dichos cargos chocan con la buena marcha de la sociedad y atentan contra la promesa que dichos cargos hicieron, al comenzar su tarea.

Ellos, a buen seguro, no lo verán así, pero es que siempre se olvidan que el dinero que manejan no es suyo y, por ende, la confianza de los ciudadanos no es infinita -muy tolerante sí, pero no infinita-.

Lo malo es que, una vez que abandonan sus cargos, los desmanes cometidos durante su mandato pasan a ser cosa del que los releva, quedando ellos exentos de cualquier responsabilidad. Siempre podrán argumentar que sus razones tenían para hacer lo que hicieron.

Y, mientras tanto, al resto de los ciudadanos sólo nos queda observar las “razones” de quienes ya no están y el sagrado derecho a la pataleta, al pensar en todo lo que se hubiera podido hacer con el dinero derrochado en? Añadan lo que les plazca, porque ejemplos hay muchos y de todo tipo y condición.

Eduardo Serradilla Sanchis

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