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20-N: Salir juntos del hoyo en que nos hemos metido por Javier Aparici Gisbert

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A partir de que a primeros de los ochenta las fuerzas reaccionarias neoliberales se hicieron con el poder político en EEUU y en Inglaterra, continuaron con la usurpación de las administraciones políticas en los demás Estados occidentales. Como la mayoría de estas naciones tenían -y aún tienen- modelos mixtos de capitalismo fiscalizado con fines redistributivos y procedimientos democráticos formales, fue precisa la complicidad de las élites de poder.

Obteniendo en el proceso sustanciosas prebendas y ganancias, estas redes sociales elitistas -formadas por los más ricos y sus cuadros, los consejeros de las grandes empresas, los políticos de máximo nivel y los funcionarios de alto rango- se aplicaron en conseguir una hegemonía que, a pesar de su injusticia e inoperancia, aún perdura. Aún así, con el colapso en 2008 del casino financiero global -en pleno apogeo de su libertad y víctima de sus propias trapisondas- se puso en evidencia la completa incompetencia del sistema capitalista para asegurar una mundialización económica democrática y sostenible, la única opción auténticamente civilizada para la gran mayoría de los seres humanos.

Pero el peligro de hundimiento general es muy real y cada día se hace más amenazante, pues el Capitalismo, que muere de éxito, puede arrastrar en su caída al conjunto de la humanidad y provocar una grave crisis civilizatoria. Si la ciudadanía de a pie de los distintos Estados aún formalmente democráticos, no reaccionamos, unitariamente y a tiempo.

En el Estado español, como la Transición Democrática echó a andar poco antes del predominio neoliberal, este acoso y derribo de la legitimidad institucional fue especialmente agresivo. Por eso, en España, el “Estado de Bienestar” no ha llegado a ser sino una caricatura de los de los países europeos de su nivel; por eso, la irresponsabilidad institucional y la corrupción pública campan por doquier; por eso, la precariedad socioeconómica de su ciudadanía es de las más severas de Europa.

Con todo, en España aún somos un Estado nación y el pueblo español -la ciudadanía en conjunto-, legalmente, su único soberano. Y la Constitución en vigor, por muy vilipendiada que esté por los usurpadores, es la única norma de derecho y deber general. Según ella, en este Estado la riqueza debe tener una función social: “Toda la riqueza del país, en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad, está subordinada al interés general”( Art. 128). Porque, aunque soterrada, la nuestra es una nación democrática, y su objetivo general es conformar “un orden económico y social justo”.

Hay tres cuestiones que podrían concitar un consenso y un apoyo generalizados en las próximas elecciones generales: la necesidad de la máxima solidaridad en la lucha contra la precariedad socioeconómica; el enfrentamiento, sin paliativos, contra la corrupción institucional; y la firme defensa de los valores democráticos recogidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Todo ello, a través de los instrumentos de justicia social y económica asegurados por nuestra Constitución. La gran mayoría de nuestra desprotegida e indignada ciudadanía y las organizaciones políticas auténticamente comprometidas con la consecución de una Democracia avanzada, podrían aglutinarse en torno a una amplia alianza electoral que defendiera esos ejes políticos.

Esta sería una buena oportunidad para regenerar nuestro Estado social de derecho democrático. Y además, para profundizar y ampliar el control y la participación de la ciudadanía en los asuntos públicos, exigiendo la máxima responsabilidad y transparencia administrativas y afirmando el protagonismo ciudadano, pues los deberes y los derechos socioeconómicos deben ser asunto de todos y cada uno de los integrantes de la soberanía democrática; de asegurar la solidaridad social como fundamento de las acciones políticas, fundándola en la reciprocidad y en la riqueza pública; y de apostar, decididamente, por pautas económicas garantes de la sostenibilidad ambiental, como expresión de nuestra conciencia ecológica y de nuestro compromiso con las generaciones venideras.

Es cierto que, más allá de esta unión estratégica, podrían haber propuestas más ambiciosas o más rigurosas, las cuales, seguramente, exigirían modificaciones constitucionales y un alto nivel de conciencia y compromiso político por parte de la población. Por tanto, la relevancia y los riesgos mayores del momento histórico parecen recomendar seguir el lema “vamos despacio porque vamos muy lejos”, y priorizar el hacer posible una segunda transición auténticamente democrática, ante otras posibilidades más radicales pero, previsiblemente, sin apoyo popular.

Javier Aparici Gisbert

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