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De Sandel a Alvesson: ¿para qué puede servir la universidad del siglo XXI?

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Recientemente se ha hecho viral un escrito de un catedrático de Organización de Empresas de la Universidad de Granada que decía que, más que enseñar, se dedicaba a engañar. Que el nivel de los universitarios de hoy en día es inferior al de los de hace 25 años, y que la educación universitaria se ha convertido en una farsa. Aunque esté de acuerdo con algunas de las cosas que ahí se decían, yo no siento que engañe a mi alumnado. Mientras que antes a la universidad sólo accedía una pequeñísima y selecta parte de los jóvenes, en la actualidad acceden cerca de la mitad de cada generación, y ello nos debería de hacer pensar si tiene sentido intentar seguir organizando una universidad de masas con criterios concebidos para universidades de élites. Pero yo no siento que engañe a mis estudiantes: desde el principio les digo bien claro que, si bien sus abuelas les pueden haber dicho: “Vete a la universidad para que te conviertas en un hombre/mujer de provecho”, hoy en día tener un título universitario no garantiza convertirse en alguien “de provecho”. Y para explicar esto usaré un ejemplo del mundo del deporte popular. 

En la década de 1980 menos de 5.000 personas terminaban un maratón cada año en España, y el nivel medio de quienes lo hacían era bastante elevado. En la actualidad cerca de 70.000 personas terminan un maratón anualmente en España, y los tiempos medios de quienes terminan son generalmente peores que los de antes. El incremento del número de personas que terminan un maratón en la actualidad respecto al de quienes lo hacían en la década de 1980 es incluso mayor que el incremento en el número de personas que en la actualidad obtienen un título universitario respecto al de quienes lo obtenían en 1980. ¿Es eso bueno o malo? De momento no me mojaré, y me limitaré a recordar algo que aprendí en la universidad: las leyes de la dialéctica nos sugieren que “todo cambio cualitativo, cuando se traspasa un determinado umbral, se acaba convirtiendo también en un cambio cualitativo”. Si bien un maratón con 500 participantes es la misma cosa que un maratón con 300, con más participantes, un maratón con 50.000 participantes es una cosa distinta. ¿Puede ser la misma universidad la de mediados del XX, a la que accedían unas decenas de miles de estudiantes que la actual, a la que acceden millones?

Se suele afirmar que la investigación, la preservación y desarrollo de la cultura y la formación de profesionales son las funciones claves de la universidad. Pero sociológicamente la universidad, y el sistema educativo en su conjunto, tienen una función aún más importante: contribuye a la estratificación social. En su libro “La tiranía del mérito” Michel J. Sandel, catedrático de la que posiblemente sea la universidad más prestigiosa del mundo (Harvard) plantea que en Estados Unidos las universidades se han transformado en “máquinas de clasificar”. Las mejores seleccionan a las personas con más talento y que más esfuerzo dedican a formarse, y las preparan para ser las personas importantes de la sociedad del futuro. Y los community colllege y otros centros menos prestigiosos no sólo contribuyen a formar a otras profesiones menos prestigiosas y remuneradas pero que también son socialmente necesarias, sino que también contribuyen a que quienes no van a ocupar puestos socialmente tan importantes, ni gozar de los sueldos y privilegios asociados a los mismos, entiendan que eso se debe a su falta de talento y/o esfuerzo. Vivimos en sociedades meritocráticas, en que se cree que los ricos son ricos porque tienen mucho talento, y que quien es pobre lo es porque no se esfuerza lo bastante, o no tiene mucho talento. Nuestras sociedades se han vuelto ferozmente meritocráticas ante la necesidad de justificar la creciente desigualdad. Pero Sandel nos recuerda que la evidencia empírica acumulada parece sugerir que nuestras sociedades son más meritocráticas en sus prácticas que en sus realidades. Como ha puesto de manifiesto el escándalo de las admisiones en las universidades americanas, puedes acabar ocupando un puesto en la élite, sin tanto talento, simplemente porque tus padres te compraron un billete en el medio de transporte que lleva a ella: un puesto en una universidad prestigiosa. Pero, además, sugiere Sandel, organizar la sociedad y la universidad en base a criterios meramente meritocráticos implicaría dejar de lado cuestiones importantes para el bien común. 

Alvesson, catedrático de la universidad de Lund, y uno de los autores más importantes dentro del campo de los Critical Managment Studies sugiere que vivimos en una economía de la persuasión en que se acaba imponiendo lo que denomina la “estupidez funcional”: es necesario, para que las organizaciones y la sociedad funcionen, que la gente no reflexione sobre lo que hace, que sigan acríticamente lo que sugieren “los que mandan”, que a menudo sólo imitan lo que hacen otros. La universidad de antes era como los pocos maratones que había: participaban tan sólo unos pocos, y terminar hacía que te miraran con respeto. Actualmente, tener una medalla de finisher (por encima de determinados tiempos) demuestra tan sólo que has pagado una inscripción, quizá a un entrenador, y que has tenido constancia para entrenar. No tendría sentido apuntarse a una maratón sólo porque otros se apuntan si no te gusta correr. ¿Para qué ir a la universidad si no te gusta pensar? A mi alumnado le digo que muchos acabarán ocupando empleos para los cuales les bastaría con tener un Ciclo Superior. ¿Para qué sirve tener un título universitario? Mientras escuchaba a mi alumnado hacer sus presentaciones, muchas de ellas mediocres, se me ocurrió para qué les puede servir haber cursado mi asignatura. Muchos pueden acabar trabajando en banca, de asesores fiscales o contables. Pero haber estudiado Sociología puede que les haya ayudado a pensar, a entender un poco mejor el mundo en el que viven, y, que esas normas fiscales, contables o bancarias que otros aplican, de manera acrítica, como cuestión meramente técnica, son en realidad el resultado de equilibrios sociales, y que tienen consecuencias en el tipo de sociedades en que acabarán viviendo. 

Decía Weber que la Ciencia Social no se aprende para saber cómo debemos vivir, sino más bien para hacernos conscientes de lo que denominaba “hechos incómodos” para nuestros valores. A mi alumnado, a veces, para provocar, les digo que si tanto creen en la meritocracia quizá deberían apoyar impuestos más elevados a la herencia, o que las grandes empresas no paguen menos que las pequeñas, y que sería coherente que orientaran su voto en función de sus valores. ¿Es bueno o malo que tanta gente vaya a la universidad? Si la universidad es tan sólo un club exclusivo en el que se forman las élites que darán forma a la sociedad del mañana no tiene sentido que accedan a ella las masas. Pero si, como vivimos en sociedades democráticas, pensamos que la forma que ha de adoptar la sociedad del mañana es algo que hemos de decidir de manera colectiva entre todos, puede que no sea tan malo que tanta gente vaya a la universidad. Aunque, ciertamente, para ello sería bueno que en la universidad se aprenda a hacer algo más que “presentaciones karaoke”. Y en ello estoy plenamente de acuerdo con el catedrático antes citado. 

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