Corrían otros tiempos: el fantasma de Osama Bin Laden y sus inconfesables lazos con los poderes fácticos de Riad se habían convertido en una auténtica pesadilla para la diplomacia estadounidense. El simulacro de Rand, en el que participaron oficiales sauditas, provocó la ira de la Casa de los Saúd. De hecho, la Corona no sólo exigió explicaciones a la Administración Bush, sino también disculpas a los “impertinentes” funcionarios del Departamento de Estado. Aun así, se especuló durante meses con la existencia de un plan secreto de Washington, destinado a acabar con los regímenes pro-occidentales del Golfo Pérsico. Nadie podía imaginar que la escenificación de la consultora reflejaba, en realidad, el desconcierto de la Casa Blanca y/o su desconocimiento de la idiosincrasia árabe. En febrero de 2003, pocas semanas antes de la invasión de Irak por las tropas anglo-americanas, un miembro de la Casa Real saudita advertía al Presidente Bush que “al tratar de solucionar un problema (mediante el derrocamiento de Saddam Hussein,) Norteamérica provocaría otros cinco…” El inquilino de la Casa Blanca hizo caso omiso del consejo de los sauditas. Actualmente, al tratar de encontrar una salida airosa a la profunda crisis interna generada por el caos iraquí, George W. Bush no tiene más remedio que recordar las palabras de sus aliados. Pero hay más; el establishment de Riad no disimula su deseo de tomar el relevo de los americanos en el cada vez menos hipotético caso de una retirada progresiva de las fuerzas de ocupación. Partiendo, eso sí, del supuesto de que “si Norteamérica entró en Irak sin ser invitada, tampoco se marchará sin que nadie se lo pida”. El deseo de los sauditas de involucrarse en la llamada “pacificación” de Irak obedece a varias razones. Entre los principales objetivos figuran la protección de la comunidad sunita, asociada históricamente al Gobierno de Sadam, así como la necesidad de neutralizar la creciente influencia del régimen islámico iraní, que apoya a los grupos paramilitares chiítas. Huelga decir que la ayuda económica e ideológica de Irán a las milicias chiítas constituye uno de los mayores peligros para la estabilidad de la región. Los sauditas, que lideran la rama sunita del Islam, temen que la expansión del radicalismo iraní acabe provocando daños incalculables en el mundo árabe. Comparten su inquietud las autoridades egipcias y jordanas, atemorizadas por el avance del integrismo en la región. Nawaf Obaid, director de la Saudi National Security Assesment Project, centro de estudios estratégicos controlado por el Gobierno de Riad, estima que su país debería comprometerse a financiar a las milicias sunitas, impidiendo de este modo ataques contra las tropas estadounidenses. Tampoco descarta Obaid la creación y el adestramiento de nuevos grupos paramilitares sunitas, capaces de afrontar a las unidades pro-iraníes. Por último, el centro de estudios estratégicos insinúa que la monarquía wahabita podría jugar a fondo la baza del petróleo, contemplando una reducción del 50% del precio de los crudos. En este caso concreto, los ingresos procedentes de la venta del “oro negro” cubrirían los gastos del reino, provocando sin embargo una autentica debacle para el régimen de los ayatolás. ¿Política ficción? No; en absoluto. Pero ello no significa forzosamente que se avecina una nueva era del petróleo barato…Finalmente, es preciso señalar que mayor preocupación de los sauditas es la aparente incapacidad del Gabinete presidido por Nuri al-Maliki de controlar a las corrientes radicales chiítas e, implícitamente, de garantizar el orden público en Irak.Cabe preguntarse cuál será la respuesta de Washington al tardío y extraño ofrecimiento de Riad. Algunos analistas, como el propio Nawaf Obaid, estiman que la actuación de Arabia Saudita podría desembocar en un nuevo y complejo conflicto regional. Sin embargo, calculan que la inacción podría redundar en resultados aún más catastróficos. (*) Escritor y periodista, miembro del Grupo de Estudios Mediterráneos de la Universidad de La Sorbona (París) Adrián Mac Liman*