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¿Taxis o peluquerías?: turismo, ecotasas y econocracia

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¿Cómo lograr que el turismo contribuya al bienestar de las sociedades en que se desarrolla? Recientemente se han vuelto a reabrir debates relacionados con temas como la ecotasa turística, la moratoria y el papel de los nómadas digitales. Pero antes de debatir estos asuntos es importante aclarar si se trata de cuestiones políticas, acerca de hacia dónde queremos ir como sociedad, o de cuestiones técnicas, en las que deberíamos de limitarnos a seguir las directrices de quienes tienen el conocimiento experto en estas materias. Los impuestos y la regulación de la actividad económica tienden a presentarse como cuestiones técnicas, que deben de dejarse en manos de los expertos y al margen de lo que se considera “el politiqueo”. Pero lo cierto es que la economía y las cuestiones fiscales, basta revisar a los clásicos, sólo pueden entenderse en base a juicios de valor acerca de cómo ha de ser una sociedad. En la actualidad vivimos en una “econocracia”, término acuñado en 1976 por Peter Self, entonces profesor de la London School of Economics, es decir, en una sociedad en que se da por sentado que la mejora económica ha de ser el objetivo de la política y que, por lo tanto, ésta debería dejarse en manos de los expertos en la materia, los economistas. En la línea de lo que plantean Self y otros autores, lo que haré a continuación es intentar explicar los argumentos que suelen presentarse en términos técnicos complicados de una manera más simple, con ánimo de contribuir a una opinión pública más informada.

En 1920 Pigou publicó “Economía del Bienestar”, libro que está en la base de lo que desde mediados de la década de los 90 se vienen conociendo como “ecotasas”. Las tasas y los impuestos existen desde los egipcios, es decir, desde que los humanos vivimos en grupos grandes, fundamentalmente con el objetivo de obtener recursos con los que financiar tareas colectivas. Autores como Marshall y Pigou introdujeron el concepto de “externalidades”: determinadas actividades, que suponen un beneficio para quienes participan en ellas, pueden suponer un perjuicio para la comunidad. Desde esta perspectiva, si pensamos que viajar en avión genera gases que contribuyen al cambio climático, plantear una ecotasa a los viajes en avión permitiría recaudar dinero con el que financiar medidas con las que luchar contra el cambio climático. Hay quien plantea también que el desarrollo turístico contribuye a elevar el coste de los alquileres. Desde su punto de vista, el dinero de una ecotasa podría financiar medidas para favorecer, por ejemplo, la mejora del parque público de viviendas. Es importante resaltar, en cualquier caso, que lo de “eco” no es más que una etiqueta de moda: en muchas ciudades de Europa se aplican “tasas turísticas”, aunque no se denominen “ecotasas”. Para argumentar a favor de este tipo de impuestos basta pensar, por ejemplo, que mientras quienes tenemos inmuebles o vehículos en un municipio pagamos impuestos de basura y circulación, para contribuir a pagar las carreteras y los servicios de limpieza, los turistas, que no pagan aquí sus impuestos de basura y rodaje, también gastan las calles y generan residuos. Para argumentar en contra a menudo se dice que el incremento de los impuestos nos haría menos competitivos, nos haría perder clientes y en último término acabaríamos perdiendo nuestra principal fuente de riqueza, y que, al fin y al cabo, los hoteles también pagan otro tipo de impuestos.

Pero los impuestos no sólo se usan para recaudar dinero, sino también para intentar favorecer los comportamientos socialmente deseables, y desincentivar los menos deseables. Las “ecotasas”, en ese sentido, pueden servir para promover que la gente adopte un estilo de vida más sostenible. Pero, y eso es lo que más nos suele interesar a los sociólogos, toda decisión técnica (y económica) implica un determinado equilibrio de poder y reparto de beneficios entre distintos grupos sociales. Pasemos de lo abstracto a lo concreto: imaginemos un micro destino turístico con mil plazas, que pueden llenarse con 4 reactores de 250 plazas. Durante un mes, al 100% de ocupación, esas mil plazas generarían 30.000 pernoctaciones, que pueden lograrse de diversas maneras. En un modelo más cercano a los nómadas digitales los mil turistas estarían más de un mes, con lo cual su impacto económico sería el resultado de esas 30.000 pernoctaciones y de lo que gastaran en destino. Pero no ganarían nada las compañías aéreas, ni quienes llevan a los turistas desde los aeropuertos a sus destinos. Como casi nadie que se quede más de un mes se aloja en un hotel, tampoco ganarían nada los hoteles, mientras que posiblemente ganarían bastante los supermercados y las peluquerías. En el extremo contrario, esas 30.000 pernoctaciones podrían cubrirse con 30.000 turistas que se quedarían sólo una noche. Ello implicaría 120 aviones que aterrizarían y despegarían, lo que beneficiaría a unos sectores y perjudicaría a otros: los taxistas harían más negocio, los supermercados venderían menos, pues para una noche, la mayoría de la gente comería fuera, y la mayoría de las peluquerías no haría negocio, pues casi nadie se corta en el pelo durante un viaje de una sola pernoctación.

En Canarias necesitamos dinero para financiar todo tipo de servicios públicos, desde carreteras a servicios de limpieza o conservación ambiental. ¿Pretendemos con una ecotasa recaudar dinero para ofertar destinos más limpios y sostenibles? ¿Pensamos que con eso vamos a atraer a turistas que están dispuestos a pagar más por mejores destinos? Antes de debatir sobre una política deberíamos tener claro qué pretendemos con la misma. Pues, como ya dijimos, las ecotasas también se pueden usar para fomentar comportamientos socialmente más deseables, como quizá, turistas que se queden más tiempo, y por lo tanto generen menos gases de efecto invernadero. En cualquier caso, pese a lo que digan los tecnócratas, establecer qué se considera un comportamiento socialmente deseable no compete tan sólo a los economistas, sino a todos los seres humanos que, como ya dijera Aristóteles, somos, por definición, animales políticos.

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