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Treinta años del Pacto del Territorio

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Muchos por estas islas están haciendo las cuentas consigo mismos. Gritamos que estamos acostumbrados a no acostumbrarnos y hemos decidido estar a la altura de nosotros mismos. El pueblo, que ya se ha manifestado y ese otro que quizá termine manifestándose sabe que, si no está despierto, pronto estará boquiabierto y, más tarde, herido de gravedad.

El Gobierno de Canarias está presidido por alguien que se ha pasado al otro lado de la inteligencia. Hay muchas formas de ser estúpido y la inteligencia no es una de esas formas. Clavijo dijo que el 20-A no iba a ser un antes y un después. Y creo que en algún momento se le pasó por el magín asistir. Pudo hacer como Camarón de la Isla, el único que tenía licencia para anunciarse sin que nadie supiera hasta llegado el momento si iba a comparecer o no sin recibir reproche alguno en caso de ausencia.

Si el 20-A va a ser un antes y un después lo va a decidir el público. Si estas manifestaciones se repiten in crescendo, claro que será un antes y un después. Si por el contrario el 20-A agota un anhelo tendrá razón el presidente. Todo dependerá de si el pueblo canario ha rescindido el placer recíproco entre gobernar y ser gobernado.

Vamos a nuestro asunto. En 2001 empezaron a publicarse decretos que daban el alto al turismo en medio de una fantástica inseguridad jurídica. Román Rodríguez era el presidente y Adán Martín el vicepresidente. En 2003 se publica la primera moratoria con el título de “directrices” no sin antes gritar a los cuatro vientos de Canarias para que se enteraran los interesados, saquen sus licencias pronto que vamos a parar. Canarias se llenó de grúas y las oficinas municipales en la sección de licencias urbanísticas echaban humo. Hubo bloques de hormigón hasta el año 2007. Desde entonces se han anudado tres moratorias que no han parado nada, que han creado inseguridad jurídica y han puesto al Gobierno contra las cuerdas defendiéndose contra indemnizaciones de muchos cientos de millones de euros.

Después de más de veinte años, siempre gobernados por los nacionalistas, parece que algo se cocina en el corazón de la sociedad civil. Nadie advierte que aquella gente de ATI que hace treinta años luchaba por insularizar el gobierno del territorio consiguió su propósito y por ello hoy no hay un conflicto en las islas sino siete problemas distintos. Y nada se resuelve ni siquiera nada se puede plantear si no aceptamos la diferente naturaleza de la anomalía en cada isla. El diagnóstico en cada isla si se resuelve bien es distinto y por ello lo irrepetible de las posibles soluciones.

Cada isla tiene ante su mirada un problema particular que es sociológico y es territorial, que es económico e incluso psicológico. Que es demográfico. Nos engañamos si queremos pensar que el sentimiento que se tiene en Lanzarote se asemeja al de Gran Canaria. En Gran Canaria nunca hubo un fenómeno Granadilla porque la sociedad grancanaria no acepta construir algo como Granadilla que merece una investigación para quedarnos tranquilos por si de repente la clase política de Tenerife se benefició de la obra pública.

Parece claro que en Lanzarote y Fuerteventura hay que parar. Y parece claro que en otras islas hay que estudiar cómo avanzar. Pero si aplicamos la misma solución a distintos problemas nos estamos resignando a no resolver nada.

Hace treinta años formaba parte de un Gobierno que concluyó que tenía razón Montesquieu y que no convenía imponer por leyes lo que debía arraigarse por la costumbre. Y huyendo de legislar se formuló un intento de Pacto del Territorio concebido como un conjunto de normas y formas de comportarse que asumidas por todos iban a ser cultura popular y pauta de comportamiento universal. Una especie de biblia laica para gobernar el territorio con el consenso de casi todos. No era tan errático el asunto porque algo similar ya empezaba a funcionar en Lanzarote bajo la férula apostólica de César Manrique, que fallecía por aquellas fechas.

Quizá convenga no olvidar la serie de actuaciones del tipo Granadilla que ha sufrido Canarias. Borges veía en el olvido la peor y más difícil venganza. Estudiar viejas maldades conviene y también es bueno aceptar que el olvido no forma parte de la solución. Yo estoy también cabreado, tanto que quiero repetir el chascarrillo de nuestro Saint-Saëns cuando dijo este verano no me voy de vacaciones para poder seguir hablando mal de Peleas (y Melisande).

Termino con una frase de Wilde: si veo que demasiada gente está de acuerdo conmigo es porque me estoy equivocando.

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