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Dos varas de medir
Sin embargo, la historia la escriben los vencedores o, para actualizarlo un poco, aquellos que tienen el capital y los recursos. Y esto sucede desde que el mundo es mundo y los seres humanos se organizan de una determinada manera.
Al principio fue la fuerza bruta, sin más, representada en el hueso que empuña un homínido y que luego se transmuta en una nave espacial ?gracias a la maestría visual y estilística de Stanley Kubrick en 2001: A space Odyssey.
Después, con los primeros asentamientos, surgieron los líderes, normalmente los más fuertes, encargados de ayudar a la conservación del grupo. Eran tiempos donde las posesiones físicas importaban poco en relación con el instinto de supervivencia. El hombre no era la especie dominante ?tampoco lo es hoy, aunque algunos lo piensen- y la naturaleza en si misma suponía un reto continúo.
Con el paso de los siglos, la pátina de civilización convirtió a los antiguos jefes tribales en los reyes que durante tantos siglos gobernaron el mundo con resultados desiguales. Algunos eran dignos poseedores del título mientras que otros se transmutaron en terratenientes despóticos y rodeados de una corte de aduladores, los cuales medraban como rémoras hambrientas a su costa. Esos estómagos agradecidos y aquellos déspotas sin mayor valor que un título que les venía grande son la antesala de los parásitos que ahora pululan por nuestra sociedad, ocupando cargos de responsabilidad y menoscabando la credibilidad del sistema.
El resultado de todo, tal y como se puede deducir, es que siempre han existido distintas clases, castas, o como las quieran llamar. Las excusas para justificarlas son muchas, desde la ya mencionada fuerza bruta, pasando por la capacidad de liderazgo, los títulos de renombre o la pertenencia a una determinada ideología. Todo vale para que unos estén por encima de los demás y, si quieren un ejemplo claro, sólo hace falta recurrir a la oscura Edad Media ?edad que todavía pervive en la mente de muchos ciudadanos del mundo y, especialmente, de nuestro país-. En dicho periodo, muchos estaban al servicio de unos pocos y su futuro estaba en las caprichosas manos de una minoría que abusaba de ellos sin ningún escrúpulo.
Podrán decirme que las cosas han cambiado después de varias revoluciones, guerras y demás conflictos bélicos. Y yo les diré que sí, sin lugar a dudas. El único problema es que, tras la revolución o la guerra, siempre vienen los de siempre a reconstruir el mundo que ya estaba antes, en vez de trabajar por uno nuevo. Es una obsesión por tratar de que nada cambie, aunque los cambios sean algo que forma parte de la misma concepción del ser humano.
Sea como fuere, las desigualdades se perpetúan en las memorias del tiempo y no importa el sistema político y social en el que se vivan. Había desigualdades en la proletaria sociedad de la extinta URSS, de la misma forma que se podían encontrar en los EEUU del llamado “sueño americano”, y en la España Nacional Católica del general Franco.
Además, y ya lo he dicho muchas veces, los que tienen quieren tener más, mucho más y no se paran ante nadie, ni ante nadie para lograrlo. Y una de las herramientas para lograrlo pasa por el hecho de explotar a una colectividad, de alguna u otra forma.
Está claro que la sociedad tiene sistemas de control, entre ellos el sistema parlamentario y el sistema judicial, encargados de velar para que dichas desigualdades se minimicen en la medida de lo posible. No obstante, quien hace la ley, hace la trampa y tramposos hay muchos y de muy variada condición.
No crean que soy un escéptico en relación con las actuaciones de la justicia contra las presuntas irregularidades que salpican a buena parte de los municipios de nuestra comunidad. Al final, entre los que deberán pagar por sus comportamientos y aquellos que permanecerán un tiempo escondidos -por el miedo a lo que les pueda ocurrir- algún bien se le aportará a la sociedad. Pero no es menos cierto que muchos de los verdaderos responsables podrán dormir tranquilos, merced a la posición privilegiada en la que habitan.
Así son las cosas y sólo queda luchar por tratar de cambiar algunas de las cartas marcadas con las que cada uno nace. Puede que la verdadera razón de la existencia sea, precisamente ésa, encontrar una jugada que nos aporte un poco de cordura en un mundo totalmente desquiciado.
Eduardo Serradilla Sanchis
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