Espacio de opinión de Canarias Ahora
Víctor Manuel
Casi tres horas ininterrumpidas de un concierto emotivo, hermoso, intimista, sencillo, romántico, de gran carga social, directo, genial. El mejor, quizás, de cuantos han pasado por este Auditorio Teobaldo Power. Una voz, una guitarra y un piano; dos chicos jóvenes -uno de ellos su hijo- como acompañamiento. Palabra y música. Contó y cantó cada canción. Paseó y se paseó por nuestras vidas durante un instante. Y recordó su Asturias quemada. Y “los montes ríos y valles” de una tierra y una sociedad, en la que “o cabíamos todos o no cabía ni Dios”. Una memoria rota. Fosas comunes y cunetas al lado del camino: “¿Olvidar?, ¿Cómo voy a olvidarme de todas las derrotas, de tantos humillados, de las familias rotas? ¿Cómo voy a olvidarme de sueños imposibles, de tantos invisibles y de tantas victorias? ¡Cómo voy a olvidar! Si tengo a mi abuelo en una de ellas junto a 1.700 asesinados”.
Nombró a esta España, donde mata más la violencia de género que la propia ETA, y en la que la mujer, primero tuvo que liberarse de los curas y los confesionarios, y ahora sigue luchando para hacerlo de nosotros. Víctor cantó también a los silencios del poder en la muerte asistida, a quienes padecieron la mordedura mortal de la heroína, el corrido de la doble muerte en las torres gemelas o a los disminuidos psíquicos, donde “juntos de la mano, se les ve por el jardín”. Y nos mostró con su mirada profunda y sencilla, la historia reciente de la Censura ?donde tantas canciones dormían durante años- y ahora continuada por el Mercado. El deambular de un chico de pueblo, que de pronto se vio caminando por el mundo, de país en país, entre la barrera de la desinformación de un régimen que carecía de materia gris en el cerebro, y que se descomponía lentamente como último acto de su propia tragedia.
Conocí, o mejor, oí cantar a Víctor por primera vez con 14 años. Aprendí a tocar la guitarra con aquel su primer disco sencillo de vinilo donde sonaba la Romería y Paixariños. Aprendí a cantar con los romeros y “sus corderos al hombro”. Y con ese abuelo de todos, “sentado en el quicio de una puerta, el pitillo apagado entre sus labios, con la boina calada, y en las manos una vara nerviosa de avellano que recordaba su frente limpia y clara”. Ese abuelo que entró a trabajar en la mina a los 9 años, que sufrió como tantos mineros de silicosis, y que se enfadaba cuando María le escondía su tabaco. Y con la perra Tula, Laureano, Juanita -que competía con Brigitte Bardot- o Herminio el Cura “con su vieja sotana y un bonete muy gastado, con un rosario con cuentas de madera y un breviario”.
Lanzó un guiño de complicidad y un abrazo a La Orotava al recordar que fue aquí, concretamente en el Festival del Atlántico del Puerto de la Cruz en el 68, cuando encontró su camino como cantante en unos tiempos en que cantar El Cobarde era un acto de auténtica valentía.
Cantador y contador del antes, del después y del ahora: “España, camisa blanca de mi esperanza?Donde entendernos sin destruirnos, donde sentarnos y conversar”? (“Esta se la canto sólo un poco porque Ana la canta mejor”, dijo. “Ana y yo empezamos a rodar juntos a los veinte años en Galicia y ahí seguimos rodando?”). Entre nanas y rechazos militares (“No me hablen de la patria, no me hablen del valor”). Entre cómicos que luchaban por sus derechos: “Duermen vestidos, viven desnudos, beben la vida a tragos”. Íntimo, familiar: “Siento tu mano tibia?”, “Niña, de agua?.”, “Ay amor que despiertas las piedras?”.
Víctor Manuel es la sencillez hecha persona. Músico y poeta de una sensibilidad natural y social exquisitas: “Un corazón tendido al sol”. La noche lo trajo y se lo llevó. En la noche del Valle. Estrella de toda una vida. Cuarenta años. No quise deshacer el mito. Y lo dejé marchar sin decirle que sus sueños fueron también los nuestros. En el fondo él lo sabe. Es un chico de provincias que apenas terminó el Bachillerato y que cubrió todos los vacíos leyendo lo que caía en sus manos. Pero llenó el corazón de una generación y de un pueblo que pedía a gritos Amnistía y Libertad, en mitad del drama de la vida: “¿En qué valle o camino, en qué piedra o qué río, se nos quedó la infancia?? ¿A dónde irán los besos que no damos, que guardamos?, ¿Dónde se va ese abrazo si no llegas nunca a darlo?”?
Agapito de Cruz Franco
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