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Bauman y los parias de la modernidad

Zygmunt Bauman

Ana Tristán

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Escribía Bauman que “nuestro planeta está lleno”, lleno de tierras inhabitables, de vertederos y campos de refugiados, de burocracias tecnológicas y otras formas de administración del abandono (2005). Cada vez hay mayores zonas despobladas, geografías inhabitadas abandonadas a la suerte del desarrollo tecnológico, vidas desperdiciadas en los márgenes de la indignidad. El planeta no está lleno de gente, sino de injusticia, de desechos y exclusión.

Bauman fue un sociólogo entrañable, una paradoja andante y pensante de la modernidad. De origen polaco y familia judía, en 1939 escapó a la URSS huyendo de la persecución nazi y en 1968 a Inglaterra perseguido por el antisemitismo comunista: fue un sujeto del exilio, víctima del fascismo de todos los colores y una mente de una extraordinaria sensibilidad.

Es nuestro siglo el siglo de los desechos humanos y plásticos. Toneladas de basura se amontonan en el mar Mediterráneo. El Tribunal de Justicia Europea lleva una década alertando de la existencia de al menos 88 vertederos incontrolados en España. Está feo decirlo, pero la mierda nos come.

Como Leonia, una de las ciudades imaginadas por el Marco Polo de Italo Calvino, “los desperdicios poco a poco invadirían el mundo. (…) Tal vez el mundo entero, traspasados los confines de Leonia, esté cubierto de cráteres de basura en ininterrumpida erupción, cada uno con una metrópoli en el centro”.

A su vez, en crecimiento paralelo a la sociedad del detritus, toneladas de carne humana se desplazan siguiendo una estela de fronteras y prejuicios. Los desplazamientos de personas (pobres) son la cara oculta de los desplazamientos globales de mercancías.

Cada nuevo día es desempaquetado por la mañana y lanzado a la basura por las noches. Al despuntar el alba camiones repletos de novedades llenan las tiendas, los deseos y los armarios de los consumidores, antiguos ciudadanos. Al caer el sol desandan el camino cargando los envoltorios y desperdicios de los cubos de basura de su opulencia.

Ocurre lo mismo con las ideas y sistemas de pensamiento. Los grandes supermercados de ideología, las televisiones y actores políticos van cambiando sus discursos, desechando narrativas, proyectos colectivos y categorías sociales (personas). Cada nuevo día del ocaso tecnológico desaparecen trabajos, competencias y formas de vida en el marasmo de las nuevas necesidades y deseos.

En las ciudades posmodernas - neoliberales conviven a su vez varias ciudades. La ciudad de los bits y los algoritmos, de los CEO y los coach que ven rodar desde altos rascacielos los restos de las ciudades productoras del pasado. El campo es trasladado a un laboratorio y los agricultores trasplantados en ladrillo.

Las múltiples ciudades se subdividen a su vez en ciudades de percepciones y sensibilidades que crean cercos y fronteras hechas de identidad. En las fronteras de las identidades centrales se multiplican los guetos y vertederos de las imaginaciones excluidas, que a su vez levantan su propia cartografía residual.

“Nadie sabe mejor que tú, sabio Kublai, que no se debe confundir nunca la ciudad con las palabras que la describen” (Italo Calvino, 2002, 75). Por más que la lógica estatal y empresarial trate de diseñar ciudades a su imagen y semejanza, éstas siempre se desparraman sobre sí mismas, se entrecruzan y dialogan más allá de los mapas y leyes que las acotan.

Miles de hilillos invisibles recubren la realidad, como colas de lagartija se regeneran si son cortados. Cuando cada camino se cierra con una valla fronteriza, con un muro de hormigón, se abren nuevas rutas bajo tierra, entre los escombros descontrolados en la periferia de la realidad.

“Cuando se trata de diseñar las formas de convivencia humana, los residuos son seres humanos” (Bauman, 2005, 46)

Ocurre con los plásticos como con los individuos: Sin una gestión de los desechos la basura se amontona. Sin mecanismos de reciclaje de las viejas utilidades los desperdicios terminan por desbordar los márgenes del camino.

Los objetos desechados se esconden bajo la alfombra, se alejan del centro, se dejan ahogarse en el mar; igual que las personas. Tras el silencio político e institucional los vertederos humanos siguen su propio lenguaje, la roña se acumula sobre la piel de nuestro tiempo. Por más perfume que se eche la democracia, algo huele muy mal.

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