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A Boris (Johnson, of course)

Santiago Pérez

El sistema de gobierno inglés se desenvolvió, desde siempre, con un remarcado sentido evolutivo. Hasta cuando ha habido revoluciones, fueron en realidad el último hervor de un nuevo plato ya cocinado a fuego lento.

Nunca hubo grandes proyectos revolucionarios o contrarrevolucionarios, que requerían la demolición previa de todo lo existente, tan frecuentes (tan dantescos y, casi siempre, tan inútiles) en la historia de la Europa continental.

Ese sentido empirista y pragmático lo trasmitieron a las colonias inglesas del otro lado del Atlántico. La Revolución de la Independencia norteamericana, que en tantos aspectos ha sido más influyente que la propia Revolución Francesa, pasó tan inadvertida precisamente por eso: porque fue una revolución hecha sobre la marcha y no teorizada y diseñada desde antes.

Aunque muchas naciones europeas han reivindicado ser legítimas herederas de la civilización romana, (en el caso de Alemania, hasta los estandartes de la Wermacht del III Reich reproducían los de las legiones romanas) a mí siempre me pareció que era Britania la genuina sucesora.

Las instituciones inglesas se van superponiendo a modo de capas geológicas, sin que los grandes acontecimientos políticos supongan la desaparición de ninguna. Todo lo más, se le atribuyen nuevas funciones y significados. Pero ahí quedan, simbolizando la continuidad y la identidad de la sociedad.

Cuando hace más de media vida estudiaba las instituciones antiguas de la Roma republicana, cuya memoria ha inspirado gran parte del pensamiento político occidental, me llamó la atención un colegio de sacerdotes que danzaban en ciertas festividades, entonaban cánticos y bailes (carmina saliare) en un idioma extinguido que nadie entendía y estaban presididos por el rex sacrorum, el rey de las cosas sagradas, que según los más eminentes historiadores, encarnaba la remota monarquía primitiva que ya no existía, pero que nadie se había ocupado de sepultar oficialmente. Simplemente fue sustituida por la autoridad del Senado y el poder de las magistraturas republicanas.

Como la monarquía británica, hasta que el procónsul Boris decidió manejar a la Reina como a un gorgorito.

La suspensión del Parlamento formalizada por la Corona, pero decretada por el premier Boris Johnson, es un suceso muy británico. Una institución utiliza una prerrogativa que ya no tiene, pero que nunca fue derogada, para ejecutar una decisión que ya no le corresponde. En realidad, no le corresponde a la Corona pero tampoco al premier. Por eso constituye una flagrante fractura de la democracia parlamentaria.

Es algo parecido a lo que viene ocurriendo desde hace mucho tiempo con la designación del primer ministro, que en su día era una prerrogativa efectiva de la Corona hasta que le fue arrebatada de facto por el Parlamento, estableciendo la nueva norma constitucional no escrita de que el Gobierno sea reflejo inmediato de la mayoría parlamentaria.

Boris Johnson ha dado así su particular golpe de Estado, que tendrá graves consecuencias sobre la democracia parlamentaria inglesa a menos que -como ocurrirá probablemente- sea revocada por el poder judicial, cuyas atribuciones y cuya independencia de la Corona y del Gobierno, que durante mucho tiempo fueron la misma cosa, también se fue afirmando paulatinamente.

Porque la Constitución del Reino Unido es una Constitución no escrita, sustentada en reglas que se acatan por todos y cuentan con la protección de un poder judicial que goza de un prestigio inmemorial, ganado a pulso como baluarte de las libertades inglesas frente a todos los embates del absolutismo, y que tiene como piedra angular la supremacía del Parlamento sobre un Ejecutivo sustentado en la confianza de la mayoría de la House of Commons: la democracia parlamentaria que Boris ha violado.

Pero este gravísimo episodio atestigua un fenómeno que va mucho más allá de United Kingdom, tiene un carácter epocal y mucho que ver con la crisis de la democracia, de la soberanía nacional y la liquidación del Estado Social en los pocos países y breves períodos, si lo contemplamos con perspectiva histórica, en que han estado vigentes.

Tiene que ver, y mucho, con la cultura política y las actitudes sociales de amplios sectores conservadores disfrazados de liberalismo, cuya visión de la sociedad y cuya ideología se limitan a la defensa de la propiedad, de la libertad de empresa, del mercado (a menos que puedan hacer pingües negocios asociados al denostado Estado) y de la familia, más como asociación de intereses que como comunidad de afectos. Y nada más.

¿Y del Estado qué piensan? Pues que debe ser un destacamento de fuerza puesta al servicio de una sociedad construida sobre la visión y los intereses conservadores.

Por eso, que la forma de Estado sea democrática o autoritaria, monárquica o republicana, es indiferente. Por eso, el conservadurismo contemporáneo opta por dictaduras que hagan valer su sistema económico y su orden social cuando parezca que la democracia puede cuestionarlo.

Eso es lo que explica que los grandes poderes económicos contemporicen con las más sanguinarias dictaduras (que, de paso, meten en cintura a los trabajadores y sus reivindicaciones con lo que, al menos a corto plazo, optimizan las cuentas de resultados de las empresas) y con todas las variantes de autoritarismo político siempre que garanticen el mantenimiento del orden neoliberal.

Por eso parecen tan puntillosos, hasta la majadería, defendiendo la democracia frente a experiencias autoritarias como el chavismo (por lo que pudieran tener de subversivas para el código neoliberal) y tan condescendientes con los bolsonaros, trumps, putines, obiangs, con las teocracias petroleras…Y no digamos con el sistema político del redivivo imperio del Sol Naciente.

Por eso mismo, ni Casado ni Rivera, los grandes adalides antichavistas, dirán esta boca es mía ante las tropelías de Boris El Rubio en la misma cuna del sistema parlamentario.

Podría terminar con una adivina adivinanza: ¿en qué se parecen el premier británico y Torra, paladín de la República catalana y de gatillo fácil a la hora de suspender el Parlamento; o con el Rajoy que se negaba a someterse al control parlamentario cuando estaba como presidente del Gobierno en funciones (ese mismo control parlamentario que la nueva y aristocrática portavoz del PP ejerce agresivamente estos días sobre un Sánchez en funciones)?

Respuesta: que el régimen parlamentario que los legitima como gobernantes parece importarles más bien poco.

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