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Crucifijos

Antonio Cavanillas / Antonio Cavanillas

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Cómo sería el terror de aquellos días trágicos, de pesadilla, que Ramón Pérez de Ayala, Gregorio Marañón y José Ortega y Gasset, liberales libres de toda sospecha, firmantes del Manifiesto al Servicio de la República, que tanto contribuyó a traerla, dejaron de colaborar con ella añadiendo Ortega la frase lapidaria: “no es esto, no es esto”. Hasta Unamuno, el vasco universal, liberal donde los haya, a la vista del lodazal republicano tras el triunfo del Frente Popular, vio con buenos ojos el golpe militar. Al contrario que la Iglesia, el fino pensador y filólogo se dio cuenta enseguida de que Franco seguía la política del ojo por ojo y cambió de actitud oponiéndose valientemente al ferrolano.

Lo que es injusto es achacar a la Iglesia actual el colaboracionismo de la Iglesia de entonces. Colaboracionismo que, por otra parte, no fue general: todos recordamos la actitud beligerante anti régimen del obispo Pildaín y de algún otro. En cualquier caso nada se parece aquella Iglesia a la de ahora. La de hoy es una institución misionera con mártires, ecuménica, que trabaja para el inmigrante o desfavorecido, que está con los más pobres, que se mantiene con las aportaciones de sus miembros, que, a través de Cáritas, alimenta a cientos de miles de necesitados en toda España, que tiene decenas de asilos y hospitales que suponen un ahorro al Estado de miles de millones. Es por ello que me subleva la inquina que, alimentada desde el poder y jaleada por desinformados o decimonónicos enemigos de los frailes, late en cualquier parte. Y que conste que, siendo católico, no soy ningún meapilas.

Los españoles debemos casi todo lo que somos a la Iglesia de Cristo. Roma nos dio la unidad de la lengua: el latinismo, y nos dejó el derecho. Faltaba otra unidad: la de la creencia. Sólo en la fe adquiere un pueblo vida propia, sólo en ella se legitiman sus instituciones, sólo por ella corre la savia vivificante por las ramas de su tronco social. Esta unidad, como en toda la vieja Europa, nos la dio el cristianismo.

La Iglesia nos educó a sus pechos con sus mártires y sus concilios. Por ella fuimos nación, y gran nación. No elaboraron nuestra unidad el hierro de la espada en la conquista ni las leyes: la hicieron los dos apóstoles y los varones apostólicos. La regaron con su sangre el diácono Lorenzo, los atletas del circo de Tarragona y las vírgenes Eulalia y Engracia; brilló en Nicea sobre la frente del cordobés obispo Osio y la cantaron Prudencio y san Isidoro; triunfó del maniqueísmo y el arrianismo bárbaro; civilizó a los suevos e hizo de los visigodos la primera nación de Occidente; nos enseñó a leer inundando de escuelas el atrio de los templos, borró en el Fuero Juzgo la inicua ley de razas y dio el jugo de sus opimos senos al rey Pelayo en Covadonga. ¿Quién contará los beneficios que a la Iglesia debemos si no hay en la Península y los dos archipiélagos risco ni otero que no tenga en su cima la santa cruz o un santuario en ruinas?

La Iglesia de Cristo nos favoreció con la victoria muchas veces, dándonos el destino más alto en la historia del hombre: completar el planeta, ampliar los viejos linderos del orbe. Bajo el signo de la cruz, gente de nuestra raza doblegó el cabo de las Tormentas y trajo del Oriente los aromas de Ceilán y las perlas albas que adornan el país de Amaterasu. Antepasados nuestros descubrieron una tierra intacta donde los ríos eran mares, los montes veneros de plata y el firmamento lo habitaban estrellas de brillantez jamás imaginada por ningún Ptolomeo.

Con la tan denostada cruz en lo alto, España evangelizó medio mundo. España? Bella palabra que hoy tratan de emporcar los resentidos. La Iglesia española fue martillo de herejes (1), luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio. Esa es nuestra grandeza y nuestra unidad. No tenemos otra. El día en que acabe de perderse volveremos al cantonalismo de los arévacos y a los reyes de taifas.

España, tras una trabajada reconciliación, es un país plural y laico, pero de rancia tradición cristiana donde cabemos todos. La actual Iglesia deja que desear, por supuesto, y no es la que soñó Jesús de Nazaret. Nada es perfecto. Tampoco lo es ninguna democracia y todos la respetamos como el menos malo de los regímenes conocidos. En lugar de execrarla ayudemos a hacerla un poco mejor. No hace falta darse hipócritas golpes de pecho ni ir a misa: colaboremos por ejemplo con Cáritas o la Cruz Roja y su inmensa labor asistencial. Dejemos pues tranquilo al crucifijo. ¿O lo quitaremos también de las iglesias, ermitas, riscos y cementerios, lugares todos públicos?

(1) Sé que estáis pensando en la Inquisición. Por más que lo ignore el gran público, el trágico organismo represor no es invento español y existió en todas partes. De él hablaremos otro día.

* Cirujano y escritor. Antonio Cavanillas*

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