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Democracia interna Vs disciplina de partido

Carlos Castañosa

Las Palmas de Gran Canaria —

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Solemos manosear el concepto de democracia con ligereza ante la mínima oportunidad de demostrar, de boquilla, que nuestros principios morales son superiores a los de otros, y que los adversarios son poco demócratas en comparación con quienes estamos por encima de bondades simples o supuestas maldades ajenas.

La etimología de “democracia” indica, nada más y nada menos, “gobierno del pueblo”. Así recogido en el DRAE: “1. f. Forma de gobierno en la que el poder político es ejercido por los ciudadanos”. Sin paliativos ni segundas interpretaciones, y como tal expresado en el artículo 1 de nuestra Constitución.

Sin embargo, lo utilizamos para casi todo, incluidos los entresijos de entidades debidamente jerarquizadas por motivos operativos. Sería impensable que los reclutas recién ingresados impusieran planes de defensa; que los aprendices de una empresa decidieran estrategias comerciales; o que los futbolistas organizasen entre ellos la alineación de cada partido. Para eso están el estado mayor, el organigrama empresarial y el entrenador con su grupo técnico.

Cuando se habla de democracia interna en algún partido –es decir, en todos; porque ninguno renuncia a tan vistosa insignia– y también en ámbitos como los ya descritos, donde el escalafón y los estatutos imponen la disciplina como medio justo y necesario para mantener la funcionalidad y pervivencia de cualquier estamento orgánico, podemos platearnos la duda:

¿Son incompatibles “democracia” y “disciplina”?... Sobre el papel, debieran convivir en armonía; pero la práctica actual provoca confusión, porque la disciplina ejercida con el respeto debido a los derechos fundamentales y libertades individuales, y también aceptada con confianza en la buena fe del sistema, encajaría perfectamente en los pilares democráticos.

Pero lamentablemente la evidencia se aleja de la utopía y buenos deseos del “cómo debería ser”, pues especialmente en política, el habitual abuso de poder expande indignación y rebeldía en los escalones de bajada, y toda la estructura se va al garete. Si para colmo sucede que acceden a la cúspide los mediocres más habilidosos en trepar, estos intentarán ejercer su autoridad abusiva para destruir a quienes puedan hacerles sombra por su valía moral y/o intelectual.

Todos los partidos pueden contarnos milongas sobre su “democracia interna”, pero la realidad nos muestra, sin excepción, los tiberios que tienen montados por dentro. Trifulcas auspiciadas por la penosa situación política actual y el temor a los serruchos de cortar las patas de las poltronas. El tópico de moverse en la foto se cumple inexorable. Quien dentro del monolito pretende ejercer su derecho a expresarse libremente sobre algún punto polémico concreto, se ve marginado en nombre de la disciplina de partido, vilipendiado e indefectiblemente vetado en su acceso a los medios de comunicación.

Otro matiz complementario: Imaginemos una ciudad donde a un cura bondadoso y reivindicativo, ante la exclusión social de algunos feligreses de su parroquia en situación de pobreza extrema, se le prohibiera acudir a los medios por indicación, o sugerencia, del poder político a la autoridad eclesiástica, por lo muy incómodas que resultaban sus denuncias humanitarias sobre los servicios sociales. Sería la antidemocrática vulneración, una más, del art. 20 sobre libertades y motivo de otra reflexión añadida..

Moraleja: “Menos demócratas de pacotilla y más respeto a la dignidad que merece el pueblo soberano”.

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