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Dios y nicotina

Juan García Luján / Juan García Luján

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No les contaré qué hice, pero no vayan a creer que es por pudor o por sagrados principios que me obligan a guardar la vida íntima. Nada de eso, no les cuento mis vacaciones porque estoy pendiente de una entrevista que me hará Jorge Javier Vázquez en Sálvame de Luxe, donde estoy dispuesto a llevar fotos de mis hijos con las caras pixeladas. Allí entraré en detalles y convertiré en espectáculo de masas los baños con mis chiquillos en la piscina o mis peleas con algunos mosquitos nórdicos. Todo por la pasta, queridos.

Digo que este agosto no fue emocionante aunque cumplí con la tradición de alejarme algunos miles de quilómetros de este país volcánico. Lo emocionante fue que me desconecté. Confieso que las semanas que estuve fuera apenas entré en la prensa isleña, apenas paseé por algunas portadas, casi ni leí los tops secrets escritos por mi sacrificado jefe. Juraíto. Y lo peor es que fui feliz.

¿Se fue la vocación?¿Se puede dejar de ser periodista el mes de agosto? No, simplemente uno se da cuenta de que la actualidad canaria se repite más que el mojo. Cuando uno sale de la vorágine de trabajar en la información diaria se da cuenta de que los periódicos apenas cambian de una semana a otra. Agosto se fue entre el aniversario trágico, accidentes en la playa, fiestas patronales, incendios que no llegaban a hogueras y boberías blogeras de los padres de la patria. Vaya por delante todo mi reconocimiento a los esfuerzos sobrehumanos de becarios y becarias que lograron divertirse con las agendas del día. Como la cosa pintaba tan aburrida en Bananaria, me dediqué a mirar otras portadas y a pasear por libros pendientes que ya les iré contando.

Miré al mundo y me quedé asombrado con los mineros de Chile. Dediqué mucho tiempo a seguir los pasos de lo que pasaba en el desierto de Copiapó. Me interesé por las historias de fuera y de dentro de la mina. Me asombré con la capacidad humana para resistir 700 metros debajo de los televisores, los coches, los teléfonos móviles, las cocinas, las máquinas de café?Todas esas cosas que nos parecen tan imprescindibles. Y ahí están, treinta y tres trabajadores chilenos diciéndole al mundo que la vida puede seguir allí donde no se diferencia la noche del día, allí donde el silencio es ensordecedor, allí donde la mina llora y sus lágrimas te pueden enterrar. Una escalera pudo haberlos salvado, pero los dueños quisieron ahorrarse 500 dólares y ahora no pueden salir, pero casi un mes después mantienen la esperanza.

Cuentan las crónicas que los mineros piden cigarrillos y biblias. También una copita de vino para celebrar el día de la independencia de Chile. El tabaco es muy peligroso allá abajo, los médicos aconsejan que les manden chicles de nicotina. Los doctores espirituales, o sea los curas evangelistas, se apuran a mandar biblias pequeñas por un tubo. Parece que los trabajadores están dispuestos a construir un altar en el mismo lugar donde llega el tubo que los comunica con el mundo. Ya ves, tantos avances tecnológicos, tanta globalización, tan lejos que decían que habíamos llegado los humanos y resulta que si te quedas enterrado a 700 metros sólo echas de menos el tabaco y a nuestro señor creador. Dios y nicotina. Me pregunto qué hubiera pedido yo, que dejé esas dos distracciones hace tantos años.

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