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España y Afganistán (I)

Rafael Morales / Rafael Morales

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La ocupación de Afganistán formó parte de un proyecto estadounidense que consistió en asegurarse el control del país por medio de un gobierno cipayo (el de Karzai), establecer bases militares en una zona estratégica y preparar la construcción de un ambicioso gasoducto en Asia central con salida al mar, más allá de las fronteras afganas. Irak fue el paso siguiente de esa política que formaba parte de idéntica estrategia. Pero vendieron otra cosa más atractiva a la opinión pública. Un cuento similar al de Irak. Debía acabarse con el terrorismo (aquel refugio de Osama Bin Laden) y los talibanes feudales para restablecer una democracia genuina, invertir millones que reconstruyeran el país y poner a los afganos en la senda del progreso. Que la comunidad internacional entrara a este trapo, España incorporada, cabe explicarlo por el impacto del atentado terrorista contra las Torres Gemelas y la lógica solidaridad que en ese momento manifestó el mundo con las víctimas.Para obtener el apoyo de los aliados, dentro y fuera de la ONU, Washington estableció un plan cuidadoso. Los gringos estarían a cargo de las operaciones duras, es decir limpiar de talibanes sobre todo la zona sur y suoroeste del país. A esta operación la llamaron “Libertad Duradera” o algo así. La OTAN realizaría tareas menos peligrosas. Se desplegaría en regiones menos conflictivas, realizando trabajos de control policial en Kabul y en otros lugares, además de dedicarse a la reconstrucción de infraestructuras. Esto ofreció a países como España la oportunidad de justificar su participación, en una operación completamente ajena, como si se tratara de una generosa labor humanitaria a cargo de caballeros de la paz. Posteriormente, el Gobierno socialista reivindicaría la intervención española, ofreciendo una distinción formal entre Irak y Afganistán gracias a la resolución de la ONU que daba carta de legalidad internacional a la segunda. Seis años parecen suficiente margen de tiempo como para realizar un balance. ¿Qué está quedando de las promesas civilizadoras? Nada. Afganistán sólo ha crecido en la producción y el tráfico de drogas, además de en hambre, analfabetismo y miserias sin fin. Las promesas de reconstrucción o ayuda económica, desviados los recursos hacia las necesidades militares, brillan por su total ausencia. Las mujeres siguen llevando el famoso burka. Los señores de la guerra mandan con absoluta independencia de Kabul en sus reinos de taifas terroríficos pero, eso sí, ejercen como aliados fieles de Estados Unidos y de la OTAN. El Gobierno del narcopresidente Hamid Karzai apenas controla Kabul y con dificultades crecientes. Súmese la ocupación extranjera en un país que jamás las soportó, con sus civiles inocentes muertos recientemente, y verán qué sencillo resulta explicarse tanto el aumento de la resistencia como el apoyo popular recibido por los talibanes durante los últimos meses.Pero eso toca mañana.

Rafael Morales

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