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Estatuas en la noche

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Indra Kishinchand López

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La realidad es un sueño. Si soñamos que la piedra es la piedra, eso es la piedra.

Pedro Salinas

Estatuas en la noche podría ser el nombre de mi próxima vida. Puede que sea, tal vez, el de la que ya viví. Porque vivo, dicen, sin vivir en mí. O vivo, quizás, encerrada en un cascarón de piedra; que se agrieta; que me araña; que me invade.

Soy una estatua de mármol blanco que se ha roto en la ciudad de Roma. Soy, entonces, los restos de una estatua de mármol blanco; los pedazos de un todo cuarteado que se vislumbra en los pasos de los desconocidos. Los mismos que me recogen tras pisarme y me viajan hasta Mumbai o Georgia.

Prefiero así ser una efigie rota a un ser completo; porque tengo intrínseca la luz del Mediterráneo y soy sin embargo viuda de ese pedestal en el que se me colocó con la esperanza de eternidad. Su mayor fracaso, mi puente hacia la inmortalidad: la de existir en otros.

Soy el centro de la plaza de un pueblo italiano de la costa. Su luz de verano y su luz de invierno. Su atardecer de 4 y su atardecer de 9. Su compás, su puntualidad al gusto. Soy hija del aburrimiento más profundo, del sopor más contradictorio. Pero soy también bien el recuerdo más absurdo de saberse humano y sentirse mármol, hallarse mujer y percibirse en la pesadez del talle.

Con la voz a tientas, en un pasillo largo y oscuro, me resbalo con todo eso que soy. O que fui, o seré en Estatuas en la noche. El título que me acoge también me tumba. Con el viento, contra el viento, bajo el viento, detrás del viento. Pasé de gárgola a pájaro y de sueño a muerte, y mudaré de pesadilla a vida siempre siga, nunca aunque pare.

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