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Magua por nuestro campo

Pinares calcinados en la cumbre de Gran Canaria.

Jennifer Jiménez

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Hace justo una semana que el virulento fuego entrada en el Pinar de Tamadaba, uno de los mejores conservados de Canarias y uno de los lugares de los que guardo algunos de mis recuerdos más especiales. Por “suerte” los daños fueron menos de los esperados en ese parque natural, pero duelen en el alma las más de 9.000 hectáreas quemadas en total en todos los municipios afectados por el devastador incendio.

Cuando era una niña, mi familia tenía por costumbre subir todos los fines de semana desde Arucas a Artenara, el pueblo donde mi familia paterna tiene gran parte de sus orígenes. A veces, la ruta cambiaba y nos quedábamos en el Hornillo de Agaete, donde también hay raíces. En realidad, eran normas alentadas por mi abuelo paterno, ya fallecido, que se plantaba en el asiento del copiloto del seat de mi padre. Atrás, los demás nos apiñábamos como sardinillas en lata. Era principios de los 90 y entonces no era obligatorio ponerse el cinturón de seguridad (algo en lo que, por suerte, sí hemos progresado en 2019 gracias, como siempre, a la educación). El camino, lo recuerdo como algo eterno y mi tía pequeña y yo siempre bromeábamos con que, por eso, al barrio de mi padre le habían puesto ese nombre: Lugarejos. Y es que, los viernes, día en el que solíamos partir, mi abuela materna hacía religiosamente sus jugosas lentejas. La ruta, tanto si la hacíamos ese día, como el sábado temprano, tenía una parada obligatoria: el bar de Los Rubios, en Valleseco. Ahí, siempre es fácil reponer fuerzas con un bocadillo de los mejores quesos de la zona, que quitan el mareo a los que somos más ñangas a la hora de afrontar el camino de curvas.

Todavía, hoy en día, no me sabe subir a la cumbre sin hacer esa parada, algo que imagino que comparto con la mayoría de grancanarios y grancanarias que conocen la zona. Cuando falleció mi abuelo, las excursiones al pueblo más alto de Gran Canaria fueron decayendo. El municipio, que ahora se ha hecho famoso por haber sido declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, se volvió más triste cuando falleció mi bisabuela y fuimos perdiendo a tíos mayores que como Simón nos enseñaban a mí, a mi hermano y a mis primos, que nos creíamos por aquel entonces chavales de ciudad por vivir en Arucas, a amar nuestras tradiciones. Su casa estaba siempre abierta de par en par para quien quisiera aprender un poco de humildad, hospitalidad o del día a día de la gente sencilla que se despierta con el sonido de los pájaros.

En una cueva, nuestra bisabuela preparaba el queso y lo dejaba curar. Siempre decía que era la mejor nevera. El agua “del tiempo” se guardaba en una talla que albergaba sobre ella un vaso tapado con un plato. En esa casa se decían palabras como alcoba, fonil, alacena... Más tarde, como adolescente rebelde, cuando avanzaba la década del 2000 ya prefería hacer vida en Arucas o en la capital de la isla, impresionada por los cines, los centros comerciales y todo lo que te venden las series, las películas y la industria de lo que debe ser una joven guay. Así, poco a poco me fui desligando de parte de mis raíces, como le ha ido pasando a otras personas de mi generación. Un vínculo imposible de olvidar y al que una vuelve cuando empieza a madurar.

Municipios como Artenara, Tejeda y barrios de otros tantos pueblos de la cumbre de la isla han caído muchas veces en el abandono por parte la sociedad. Los pequeños agricultores y ganaderos son los que más han sufrido con este devastador incendio. No obstante, si hay algo que podemos sacar en positivo de desgracias como esta es recordar las enseñanzas de nuestros mayores, de los que aman el campo como nadie. Comprar un queso de la tierra es cierto que no siempre está al alcance de los bolsillos de todos y todas, pero muchas veces no valoramos el trabajo que hay detrás de ese pequeño producto o gastamos el triple en otros que se ponen de moda o en artículos que realmente ni necesitamos.

Por ello, a quien buenamente pueda, sí me atrevería a pedir en este artículo de opinión, que en la medida de sus posibilidades ayude a nuestros ganaderos y agricultores a salir de este bache, a hacer de nuestra tierra un lugar de oportunidades, a que con pequeños gestos como consumir un producto local contribuyan a que no se pierda nuestra cumbre, nuestras tradiciones y el oficio de nuestra gente. Y, además, a que tomemos conciencia de que apoyando la economía circular estamos contribuyendo a paralizar incendios y el cambio climático. Y se lo pido no solo a la sociedad, también a los ayuntamientos, al Cabildo y al Gobierno de Canarias: apoyar al sector primario debería ser una de las principales líneas de su trabajo.

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