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Mamá, quiero ser Papa

Collage del cuadro de Santa Teresa de Francois Gérard.

Ana Tristán

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Viendo ayer la entrevista de Jordi Évole al papa Francisco, recordé a mi abuela Elisa. Carajo, si es que ella me lo explicaba todo más clarito, sin tanta hermeneútica, ni tanto psiquiatra.

Mi abuela era católica, apostólica, romana y de La Laguna. Devota y practicante, demócrata, moderna (pese a su época) y juvenil (pese a su edad). Madre de agnósticos y abuela de ateos, era una auténtica “minoría absoluta” en su propio redil. Santa paciencia.

Verán, doña Elisa distinguía la verdad, de su metáfora y así se lo hizo saber a un fraile franciscano que diera misa en una ocasión: “eso de la ascensión de la virgen al cielo ha de ser una metáfora, o una parábola, porque la Ley de la Gravedad también la hizo Dios”. Con más mujeres con voz y voto en la Iglesia, otro gallo cantaría, y ella que pudo desde afuera cantó.

Me he pasado media vida burlándome de la fe en ese hombre del espacio, tan transmutador de vinos, tan omnipotente, omnipresente y omnisciente, como un ojo de Sauron que todo lo ve. Amparada por la libertad de expresión y las garantías constitucionales que prometen “la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y comunidades (…)”, no me ha quedado santo, papa, ni apóstol al que ridiculizar.

Como el sobrino de Rameau (obra póstuma de Diderot) adolezco de cierta tendencia a la bufonería, al cinismo como método y la provocación como desvelo. Aquí una muestra: desde mucho antes de Cristo, pero mucho, la homosexualidad era una práctica común a toda cultura. Ya me dirá Bergoglio, el papa bueno, por qué ha de ser más raro el amor carnal entre camaradas que un celibato ad infinitum.

Mi abuela se reía, como la mujer inteligente, abierta e irónica que siempre fue. Se reía y comprendía el desafuero; visto lo vivido, lo mejor es reír y aceptar. Rechazaba los lujos de la Iglesia, porque, que sepamos, los apóstoles y el mismo Jesucristo hicieron voto de pobreza. Los últimos serán los primeros, así que toda la curia a la cola a currar. Como hizo Teresa.

Que está muy bien eso de amparar a los enfermos, amar al prójimo y perdonar. ¿Pero en qué Evangelio aparece el papa-móvil? ¿No echó Jesús a los mercaderes del templo? Pero por hipócritas, apuntaba Bergoglio en la entrevista dominical. Anda que no está curtido en retórica el representante de Dios en la tierra y el mar. ¿Quién paga el ático de Rouco Varela? Señor, señor, ¿por qué me has abandonado?

No sé si será la edad, que va pasando y a una se le relaja ese aguijón, a veces envenenado, que es la ironía. Cada vez tengo menos ganas de reírme de las creencias de los demás, no sé por qué, oiga, ni yo me entiendo. Con el campo abierto e infinito para gracejos que esto me aportaba. Con lo bien que queda en el mundo moderno, científico e intelectual ridiculizar la religión y la auto-ayuda. Me quedo sin esa baza, vaya por Dios, que es uno y además trina.

Me resulta más sano burlarme de los absurdos que hay en mis propias creencias, o en todas por igual, de mis confesiones inconfesables, de mi fe solipsista en utopías de ocasión. Ya hay religión en todas partes, con su fe ciega, acaso bizca, un dogmatismo redentor puebla las redes. Ahora cada uno es Dios de su mismidad.

Las religiones, como las ideologías, las homeopatías, las comunidades y, en general, cualquier bicho pensante a dos patas, no se salvan de su historia negra, sus delirios abisales, sus personajes déspotas y tremebundos, en fin, de su errática humanidad.

Y no, a mí no me tienen que pedir un perdón retroactivo por las inclemencias de la evolución. Ni Isabel, ni Fernando, ni Pablo, ni Alejandro, ni Rosalía, ni Bisbal. Aunque si me dieran a elegir, yo me quedaba en homínido, comiendo plátano de Canarias y observando desde las ramas de un cedro semejante muladar.

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