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La Montería

Paqui González

¡Cuando te pille fuera, verás! Escupió con desprecio en el pequeño patio que conducía a la capilla y al cuartito donde a principios de curso recogíamos nuestro material escolar: bolígrafos –uno azul y otro rojo-, dos cuadernos y un lápiz. Profirió la amenaza como un perro que levanta los belfos, enseña los dientes y hace un marcaje al aire. Un mordisco vacío como preludio de lo que vendría después de que la monja tocara la campana. En la hora del recreo o a la salida del colegio. Repetidora, de maneras bruscas y mirada fiera. Una cazadora nata que se cobraba las presas con la ayuda de perros de persecución; una jauría de lebreles que garantizaban el éxito de la montería. En ocasiones practicaba la caza al paso. No solamente permanecía oculta y camuflada dentro del coto de tinta, papel y pizarra. También te esperaba en algún meandro del camino de regreso a casa. La cazadora no ejecutaba gamos, ciervos o muflones. Nada de piezas grandes con suficiente valor, entereza y peso. El primer plano de su mira telescópica lo reservaba para las débiles: ratones de biblioteca, con gafas de culo de botella y ortodoncia.

La cadencia de fuego era infinitiva. En la recámara, un Omega de cartuchos con núcleo de plomo que te mataba cada 24 horas. Imposible establecer una zona verde, un corredor humanitario que permitiera burlar el sitio y llegar hasta el pupitre, tatuado a lápiz con el nombre del primer chico que te gustaba. Imposible apretar el botón de Pause para silenciar por unos minutos las amenazas, los insultos y las vejaciones. El miedo, como un pasajero más en la mochila, junto al libro de Sociales y el paño de punto de cruz para la clase de Labores. Puntada a puntada, tejiendo una nueva piel de escamas de queratina. Un exoesqueleto a prueba de balas con el que salir al coto de caza menor y empezar a cobrarme piezas. Como lobos de una misma camada. Con 13 años desconocía que del odio y la mentira no se sale indemne. La profesora de Matemáticas –una mujer enjuta, delgada como una raya en el pelo– me apartó de la fila que formábamos cada mañana en el patio antes de entrar en el aula. Había visto a mi madre a primera hora apostada en la puerta principal y quería saber el motivo. En lugar de explicarle que estaba intentando protegerme, apreté el gatillo. Le conté una cosa grave –motivo de expulsión– sobre la cazadora y algunos de sus lebreles.

Desconcertada por el olor a pólvora, bizqueó molesta porque un sol cegador le impedía ver quién estaba disparando a distancia fija. Los días pasaron y empezó a tachar nombres de la lista de potenciales francotiradoras. Descartada su guardia pretoriana, quedábamos pocas y llegó hasta mí. Pese al intento de venganza, la montería se prolongó más allá de la EGB. La cazadora tenía avatares en distintos institutos que actuaban como auténticas franquicias de bullying –mismos métodos, mismo productos, misma marca-, y en BUP continuaron. Empujones mal disimulados, burlas, insultos, violencia física (me lanzaron piedras en una playa de Bañaderos) e incluso, acoso en la casa de familiares. En suma, caza furtiva en área de restricción. Me liberé de la podredumbre al entrar en la universidad. Enterré la debilidad para que otros perros no pudieran olerla y enfilé el camino como un animal estabulado en su puesto. Varada en la herida.

Media vida después del asedio, con una gran muralla de piedra y pólvora como línea defensiva, recibo una invitación de una antigua compañera (del grupo de las buenas) para participar en un chat de exalumnas. Decido abrir la puerta y deslizarme por el agujero de gusano de Whatsapp que me permite conectar con otra posición del mismo universo en un tiempo diferente. Me encuentro con un grupo de mujeres estupendas y también con las que permitieron o participaron en el acoso. La cazadora se suma más tarde y pasa lista. Los lebreles se dan prisa en responder: soy Pepita, soy Juanita, soy Menganita. Pero ella busca otro nombre, el de la presa, el mío. Extender el acoso y la humillación burlando el espacio-tiempo a través de un chat, como si fuera una prolongación del patio de recreo. Y por un instante hace que me sienta tan frágil como una pompa de jabón. Una porción de aire rodeada de agua.

Según varias investigaciones, los efectos psicológicos pueden permanecer durante 40 años; en ocasiones, en forma de crisis de pánico, ansiedad, trastornos psicosomáticos, aislamiento social, agorafobia o depresión. Me imagino cómo deben sentirse las víctimas que han denunciado y cuyos casos han terminado en absolución. Uno de los últimos, el de la adolescente de Gijón a la que dos nosécómollamarlas propinaron una paliza delante del portal de su casa. Tras la sentencia absolutoria escribieron en un grupo de Whatsapp: “Hacemos un agujero de su tamaño, le damos un palazo en la cabeza, la metemos y la enterramos” / “Me pido darle el palazo” / “El día que explote no voy a parar hasta que no la vea muerta”. Los padres acudieron a un plató de televisión y contaron, de espaldas, que se estaban planteando abandonar su barrio de siempre. Pero el hecho es que habría que mudarse de vida para sortear algo así en un mundo donde un teléfono móvil abre las puertas de tu casa de par en par. Es la Justicia (con mayúsculas) la que debe actuar con contundencia. Lo acaba de hacer un juez de Barcelona que ha condenado a la Generalitat por no atajar el acoso que sufrió un niño de parvulario durante 3 años. Sí, como lo oyen. De parvulario. “Lo preocupante e insólito”, subraya el juez, es que el centro no activara “un protocolo de actuación contra un posible caso de acoso escolar pese a la insistencia de la madre”.

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