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Mulier Caesaris non fit suspecta etiam suspicione vacare debet

Israel Campos

Las Palmas de Gran Canaria —

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Si históricamente queremos encontrar los orígenes de nuestro marco de organización actual, debemos mirar necesariamente a la Grecia y Roma antiguas como lugares donde se fundamentaron las bases de la política y el derecho. El modelo de convivencia que dio origen a lo que conocemos como la polis o ciudad-estado y que, con el paso del tiempo, se concretó en la democracia y la república, tenía como premisa fundamental que para garantizar su pervivencia era necesario que todos los ciudadanos estuvieran amparados por unas leyes que regularan sus derechos y sus obligaciones. La importancia que los griegos le dieron al respeto de las leyes nos ha dejado ejemplos bastante llamativos. Diodoro de Sicilia nos habla de Carondas, un gobernante de la colonia siciliana de Catania, que mientras ejerció la función de “legislador” (es decir, aquel que establecía y revisaba las leyes de la comunidad) había establecido normas encaminadas a regular los conflictos dentro de la ciudad. Una de ellas fue castigar con la pena de muerte a aquel ciudadano que entrara con una espada en el ágora, la plaza pública donde se hacían las asambleas (el sentido de la medida nos lo podemos imaginar en un contexto de orden público).

Lo relevante de este episodio es que en una ocasión y motivado por una urgencia política, Carondas llegó al ágora sin haberse quitado su espada. Este hecho fue aprovechado por sus adversarios para recriminarle que él mismo no cumplía sus propias disposiciones. Y fue aquí cuando Carondas hizo lo que nadie podría pensar en un acto de extrema coherencia: reconoció el error cometido. Seguidamente hizo cumplir por sí mismo la ley que había aprobado y se suicidó con su propia espada. Nos podemos imaginar lo impactante del episodio, más aún si desde nuestra perspectiva actual, está instalada en nuestra cultura política la costumbre de que es enormemente difícil que un gobernante de cualquiera de los formatos que nos podemos imaginar (local, autonómico o nacional) sea capaz de salir a reconocer que ha sido descubierto cometiendo un fraude de ley y, muchísimo menos, que por coherencia se atreva a cometer un suicidio (en sentido figurado) político de su carrera.

En la Roma Antigua, la virtud y al honor era un capital que permitía que un ciudadano pudiera labrarse un futuro político dentro de las diferentes magistraturas de la República. No solo eso, sino que más allá de los éxitos y puestos a alcanzar, se aspiraba a que el legado que se pudiera dejar a sus sucesores fuera no manchar su reputación ni la de su familia. Es en ese contexto en el que podemos entender también el conocido episodio por el cual Julio César se divorcia de su segunda esposa, Pompeya. Como cuenta Plutarco, en medio de un escándalo político-sexual-religioso, donde se hace presente también la rivalidad entre partidos dentro de la ciudad, César tiene que tomar la decisión de frenar cualquier tipo de cuestionamiento en contra de su nombre y el de su familia. Y su decisión será también drástica, aunque mucho menos que la de Carondas. En este caso decide divorciarse de su esposa, pronunciando la conocida frase de: “mulier Caesaris non fit suspecta etiam suspicione vacare debet” (la esposa del César no solo debe ser honesta, sino parecerlo). El político entiende que lo único que tiene para labrarse un futuro en el gobierno de la ciudad (recordemos que esto ocurre en al año 63 a.C., cuando Julio César aún no es nadie relevante, ni se intuye lo que llegará a protagonizar unos años más tarde) es su persona y la percepción que sus conciudadanos puedan tener de su honorabilidad. Difícilmente hubiese podido abrirse camino César en el complejo mundo político de la Roma de finales del siglo I a.C. si la sombra de la duda hubiese estado constantemente merodeando su nombre.

Son dos ejemplos aislados y perdidos en el pasado estos que acabo de rescatar. Pero, al mismo tiempo, parecen volverse a presentar como algo sumamente contemporáneo, puesto que la actualidad de manera continuada nos sitúa ante situaciones similares. El descrédito de nuestro modelo de convivencia ha sido provocado en buena parte, no sólo por los escándalos de corrupción en el que los diferentes partidos se han visto envueltos en los últimos años, sino, en gran medida, por la mala gestión que esos mismos partidos, de la mano sus principales dirigentes, han hecho de los escándalos señalados. La ausencia total de una cultura de la responsabilidad política que encuentra su máximo exponente en la actuación de Carondas, ni tan siquiera se intuye entre nuestros políticos actuales. Resulta inconcebible y hasta en muchos casos anecdótico que cualquiera de los que han sido desenmascarados en un acto contrario a la buena práxis, sea capaz de dar un paso al frente y asumir las consecuencias de lo que ha hecho. La pérdida del sentido de la “honorabilidad” ha llevado también a que ningún dirigente de las siglas que se encuentran salpicadas por la mancha de la corrupción sea capaz de asumir que un partido no solo debe ser honrado, sino parecerlo. Que un político, no solo debe ser honrado, sino parecerlo.

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