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Parpadea la luz roja en el indicador “turismo en Canarias”

Carlos Castañosa

Los números y cifras estadísticas de pernoctaciones, pasajeros, reservas, vuelos y afluencia de visitantes actuales van siendo menores, mes a mes, que las del año anterior. Como si las vacas gordas fueran abandonando el espléndido lustre que invitaba a la autocomplacencia y al triunfalismo, ha bastado que la primavera árabe haya diluido su ahuyentadora violencia para que los mercados competidores se pongan las pilas, a fin de recuperar el prestigio perdido y rescatar los atractivos turísticos de otros lares que, eventualmente, habían quedado fuera de juego.

El ensimismamiento gestor del turismo en Canarias durante estos años de bonanza relativa, determina un preocupante corto-medio plazo como la cigarra bailonga y cantarina que no se percató de que las hormigas trabajaban con denuedo por su supervivencia.

La discutible prosperidad de estos años recientes, tiene mucho de aparente por cuanto, de todos los componentes que configuran la estructura turística, solo unos pocos se han beneficiado. La mayoría han visto pasar de largo los privilegios que se suponían por el incremento de turistas y una masiva llegada de visitantes que, al parecer, ha tocado techo.

No ha repercutido con visibilidad suficiente la rentabilidad de este arriesgado monocultivo, en favor de la población en general, ni de algunos colectivos laborales en particular. La precariedad en el empleo y la presunta explotación sistemática de algunos empresarios del sector sobre sus trabajadores, ha redundado en una indeseable falta de calidad en los servicios. Habida cuenta de que la mayoría de los propietarios de grupos hoteleros son foráneos, es lógico que las ganancias se centrifuguen fuera de nuestras islas.

La reiterada cantinela del turismo de calidad como objetivo se queda en mero eslogan ante el fracaso de las operaciones de fidelización, imprescindibles para cuando llegase el caso de reapertura de otros destinos.

No se ha cuidado para nada la pretendida excelencia de condiciones y servicios para cultivar la querencia de clientes que repitieran visita. En algunos casos, se les ha escarmentado de forma irreversible.

Recientes voces reivindicativas se han alzado estos días en los medios de comunicación para denunciar el mal trato que se está aplicando al litoral, tanto en abusos urbanísticos de invasión costera como, lo que es mucho más grave, la escandalosa e irresponsable política de vertidos fecales descontrolados, especialmente en la isla de Tenerife. Esta barbaridad escatológica no es compatible con una oferta turística de calidad.

Como tampoco lo es el trato vejatorio que, en fechas puntuales, tienen que sufrir los pasajeros del aeropuerto Tenerife Sur, por aglomeración e incapacidad de la única terminal operativa: la T-1. Más de 40 años de antigüedad, sin remozar ni actualizar sus vetustas instalaciones, para ofrecer una imagen tercermundista de esta puerta de entrada y salida a nuestra isla. Con el agravante esperpéntico de que existe otra terminal, la T-2, aneja a la T-1, de similares dimensiones, construida hace 10 años –21.000 m2 y 30 millones de euros– inaugurada con todo boato en enero de 2008, pero clausurada al día siguiente. Cerrada a cal y canto sin estrenar, sin explicaciones y sin nadie que se enterase de su existencia; hasta que explotó el escándalo en febrero de 2017. Ha pasado año y medio, y nada ni nadie se mueve al respecto.

También es un hándicap para nuestra conectividad aérea, el despropósito de tener dos aeropuertos abiertos al tráfico civil, sin control de torre para despegues y aterrizajes. Son La Gomera y El Hierro (este solo los fines de semana). Es una falta de respeto para los usuarios y para el fundamento básico del transporte aéreo, cual es la Seguridad sobre cualquier otra consideración.

Quedan flecos deshilachados que conviene tener identificados para ponerles remedio cuanto antes. Por desgracia (en correlación con la gestión habitual), la voluntad política es la única posibilidad de rectificar el planteamiento de lo que se nos viene encima, antes de que se convierta en un problema irresoluble.

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