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Pepe García, sus lentes oscuras, su sombrero de cowboy y su baya-baya

Cristóbal D. Peñate

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Cuando a principios de los 80 el director de Canarias 7, Juan Francisco Sardaña, me encargó hacer una entrevista a Pepe MacDonald, me quedé en 33. Yo tendría 22 años, por lo que debió suceder por 1983. Al principio sentí un poco de fastidio porque en el periódico, desde su aparición a principios de octubre de 1982, me habían acostumbrado mal al encargarme una serie de entrevistas largas a doble página con las que me sentía a gusto. 'Conversartorio' fue el nombre que muy acertadamente le puso el maestro Pepe Alemán, en aquel momento redactor jefe del periódico.

Era imperdonable para un joven pipiolo como yo no entender la importancia que tenía un personaje como Pepe MacDonald en la sociedad grancanaria de entonces. Me habían acostumbrado a entrevistar a personas de postín de la política, la judicatura, la patronal, los sindicatos, la cultura o incluso el deporte que para mí entrevistar a un empresario del mundo de la noche no me parecía en principio una idea muy atractiva. Estaba equivocado.

Pepe MacDonald tenía tras de sí a más gente que todo el Gobierno de Canarias junto, que a la Audiencia Territorial, que a la Confederación Canaria de Empresarios, que a UGT o CCOO, que la Casa de Colón y El Museo Canario. Era un tipo muy conocido y respetado en aquella época en la ciudad, y no solo en ella.

Más que un empresario de éxito, fue un relaciones públicas de nivel hecho a sí mismo. En aquella primera entrevista que le hice supe que sus verdaderos apellidos eran García Suárez (García-Beltrán Suárez, para ser más exacto). Él, que había vivido en Estados Unidos, supo que García Suárez no eran apellidos para un empresario de discoteca. Por eso él mismo se puso el sobrenombre de MacDonald.

Pepe MacDonald sería el nombre con el que todo el mundo lo conocería. Y así fue. “Se me ocurrió porque me llamaron la atención los letreros de McDonald's cuando vivía en Estados Unidos. Me gustó, era un nombre de impacto y pegadizo”. Nada que ver los establecimientos de comida rápida basura con los paliques de altura en las sucesivas discotecas que abrió, regentó y cerró en los 80.

Pepe era un tipo alegre, cordial, dicharachero, cercano y amable, siempre en un punto entre aristocrático y hippie. Nunca se sobresaltaba, nunca tenía una palabra más alta que la otra. Era cortés y educado. Tanto que hasta cedió su 'vulgar' apellido para que sus hijos adquirieran el de la madre, Marta Miró, productora cinematográfica, hermana de cineasta (María) e hija de pintor Premio Canarias (Baudilio Miró Mainou).

Más que empresario, era un filósofo de la vida nocturna con ideas claras y diurnas. Su filosofía de vida era vivir sin añadir problemas a los que la vida ya tenía incorporados. Era un hombre tranquilo, sereno, equilibrado, con pachorra. No se alteraba por nada. Creía que en la vida no había motivos para cabrearse más de la cuenta.

Se tomaba todo con mucha filosofía. Incluso las copas con las que se acompañaba por la noche en sus locales. Un día le pregunté en una de sus discotecas cuál era el secreto para aguantar toda la noche con una copa en la mano. “El baya-baya”, me contestó. “¿El refresco?”, le repregunté. “No, yo llamo baya-baya a las copas que me ponen. Yo le digo al camarero que me sirva un baya-baya y él ya sabe que tiene que ponerme solo un dedo de ron y el resto de refresco. Así engaño al cuerpo”, me explicó. (El baya-baya fue un mítico y pionero refresco de naranja que salió al mercado en los años 50 del siglo pasado).

Pepe MacDonald engañaría a su cuerpo en las largas noches discotequeras, pero fue un hombre que no engañó a nadie. Era tal y como lo veías. Tal cual. Hace unos meses lo vi por última vez en una terraza de Las Canteras. Yo comía con unos amigos y se acercó cordialmente, como hacía siempre, a saludarnos. Aparentemente estaba mejor que la penúltima vez que lo vi cuando tuvo sus escarceos en el mundo inmobiliario, pero así y todo se nos fue con su música a otra parte.

Era un hombre que amaba a los caballos. Los tenía como amigos, no como animales, cuando vivía en Bandama. Era el hombre que susurraba a los caballos porque sabía que todo en la vida se arreglaba con susurros. Dio mucho cariño y amor. En el fondo, a pesar de su peculiar pinta de dandy de otro tiempo mejor, parapetado tras sus lentes oscuras y su sombrero de cowboy, era un romántico.

Podría haber sido un actor, como sus hijos, porque tenía habilidades y condiciones de sobra. Ellos lo heredaron de su padre posiblemente. De hecho eso era lo que hacía cada noche en su lugar de trabajo. Lograba que todos sus anfitriones se sintieran queridos y especialmente tratados. Siempre metido en su papel. En ese mismo papel que hoy alguien escribió: “Fin”.

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