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Ponte tu mejor disfraz y llámalo identidad

Ana Tristán

Dicen ciertas gentes del oficio del pensar que el trabajo que desempeñamos y en el que invertimos las invariables horas que se suceden día tras día es la base sobre la que se erige, tambaleante, nuestra identidad. Esta, la identidad, es sin embargo un concepto tan travestido y manoseado en estos tiempos que una no sabe muy bien dónde empieza y dónde acaba, cuánto nos quita y cuánto nos da. Desde los gustos musicales, alimentarios e indumentarios hasta sus hábitos sexuales, recreativos o religiosos forman parte de ese cajón de sastre identitario. Aunque usted no lo sepa su identidad va siempre con usted, como una informe sombra imaginaria y colectiva que le aconseja al oído interno qué productos comprar, qué grupos de música escuchar, de qué papel disfrazarse.

Volviendo al hilo conductor de esta matinal diatriba, está claro que la actividad económica que desarrollamos y de la cual depende nuestro sustento tiene un papel fundamental en la evolución de la personalidad y nuestra forma de habitar la escala social.

En mi corto periodo trabajando como tele-operadora para distintas ONG´s, mi identidad tornó en la de un robot de cocina; me autopercibía como una Thermomix pero sin la capacidad de hacer croquetas, solamente dinero y chantaje emocional en diferido. Cuando se encendía el botón de descolgar, de mis labios manaba automáticamente la perorata con la que había sido programada. Cuando por mor de la espontaneidad y el libre albedrío cambiaba alguna línea, palabra o sílaba de la milonga estipulada, no tardaba en llegar la encargada (que a su vez estaba supeditada a otra encargada, y así sucesivamente) para llamarme la atención, no fuera que me olvidara un segundo de que soy una Thermomix y el programa es el programa, amigo.

Terrible, los trabajos del sector de telefonía y tele-márketing son terribles para un ser humano mínimamente empático y creativo, como duras son las labores en la obra y la construcción, como cansado es trabajar el campo. Es jodido picar piedra a cuarenta grados, más jodido es hacerlo en condiciones de inseguridad laboral y con un salario insuficiente para todo siempre en la cuerda floja. Pero peor que todo eso y que el calentamiento global y el desastre humanitario e incluso que Trump, es no tener una cerveza fresquita al final de la jornada, o una persona con la que charlar y aligerar el peso del mundo y sus contornos.

Hay quien pueda pensar, como de hecho piensa una parte de mi cerebro que va más a lo suyo que a lo mío, que son la familia y el ambiente familiar el pilar maestro de nuestro desarrollo y nivel de autorrealización. Es cierto que la tribu, la manada que nos cobija o expulsa, es quien nos prepara para la vida cuando aún somos unos cachorros lactantes y lloricas, y a quien recurrimos en caso de necesidad, dramita o desempleo al devenir adultos. Es la familia el laboratorio emocional que nos prepara para el escenario social y económico, y es de este en última y penúltima instancia del que todos dependemos, o casi todos.

Vivir ya es arduo trabajo y nadie nos lo paga, cuidar de los demás, mantener un estilo de vida y consumo acorde con la buena salud y la propia conciencia, convivir y prosperar en una comunidad de divergencias es ya de por sí una titánica y nunca nada remunerada labor. Conseguir un buen trabajo es una odisea, no caer en la depresión de la rutina individualista, estresante y competitiva debería tener una subvención.

Pero por encima y por delante de todo esto, esquivar el drama y el catastrofismo mediático y universitario que da por asumida la abulia y la derrota es un currazo que ni la construcción de las pirámides de Egipto, ni las negociaciones para un gobierno en coalición.

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