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Proyecto Chillida: de Tindaya a Güímar

Juan Octavio Hernández

No tengo claro el valor atribuido a los grabados podomorfos de Tindaya, al menos no tanto como quienes han hecho de la oposición al proyecto de Chillida una bandera social del conjunto de Fuerteventura, que ciertamente ha tenido y tiene otros problemas socio-ambientales que han quedado en la zona de sombra de los focos y fogonazos de la pelea institucional y judicial por la montaña, y debieron haber merecido una atención y esfuerzo derrochado contra un solo proyecto en los últimos veinte años. Pero libre es cada cual de elegir sus pendencias, no digo que no. La presencia de podomorfos en el entorno de los asentamientos normandos de Rubicón y Betancuria probablemente debiera ser un indicador de cronología para estas expresiones epigráficas. Quienes grabaron podomorfos en Fuerteventura y Lanzarote parecen estar cerca de la conquista, quizá en ese siglo XV oscurecido por la pérdida de las fuentes documentales en las islas orientales.  Pudieron hacer los grabados unos indígenas capturados de otras islas, moros o africanos secuestrados en la costa vecina, o quizá nuevos pobladores europeos portadores de una costumbre tan rara. ¿Por qué los podomorfos majoreros se parecen más a los europeos que a los africanos? Como ocurre en Balos, Gran Canaria, donde excepto los alfabetiformes líbicos, la mayoría de los grabados son de factura colonial en el siglo XV y posteriores, realizados con motivaciones cristianas, el misterio de los podomorfos de Tindaya no tiene por qué conducirnos muy lejos de la conquista y colonización. Ha sido la movilización contra el proyecto la que ha empujado a forzar la valorización arqueológica hacia extremos de esoterismo y leyenda que probablemente poco tienen que ver con la cultura de los auténticos pobladores nativos que los aventureros europeos contactaron y destruyeron, o con las propias motivaciones de sus autores. Soy optimista, algún día lo averiguaremos. Estos grabados, hayan tenido el origen que fuera, son muy extraños e interesantes y requieren ser conservados, protegidos, cuidados y estudiados con el respeto que merecen las cosas bellas y únicas. Pero la lucha contra el proyecto de Chillida ha forzado con la misma unilateralidad de la polarización una determinada lectura del significado de los podomorfos, convirtiéndolos en una bandera contemporánea que manipula seguramente el pasado con fines actuales. No ayuda a la ciencia arqueológica. Total, ¿a quién le importa? Lo importante es crear una imagen icónica y cargarla de sentido movilizador aquí y ahora.

En la otra esquina del ring de este pugilato de pasioncillas, que recuerda al pleito insular con sus exageraciones y desmanes de dinero público en un clima de miseria general de la cultura y falsas promesas de beneficio colectivo e identitario, no marcha tampoco muy bien la solidez de los tabúes creados en el fragor de las discusiones. Resulta que Tindaya no fue la primera montaña donde Chillida proyectó la obra y que, en algunos momentos, se plantearon otras montañas alternativas. Si la visión de Chillida se concentró en esa en particular, no se puede negar que la actividad minera tuvo que ver para condicionar la elección del artista y, a partir de esa palmaria intención lucrativa, los defensores del proyecto construyeron un discurso edulcorado acerca de que precisamente Tindaya debía ser el único, exclusivo e irrenunciable hito geográfico contenedor de la obra. Es el mayor tabú y el mayor éxito de los promotores, unos haciendo cálculos mineros, otros cuentas turísticas, otros números político-electorales, y en medio la soledad de un artista singular, intentando buscar la luz en medio de esa nube tóxica. ¡Qué pena me da Eduardo Chillida!

Su proyecto es extraordinario. Para mí, su idea es un halago a la creatividad ilimitada de la humanidad en un lenguaje planetario, capaz de alcanzar la sensibilidad de cualquier habitante de la Tierra, sea cual sea su origen étnico, cultural, o su religión o concepción del mundo. Es la catedral de una humanidad que se dispone a dar el salto a otros planetas. El vacío de Chillida es el espacio interestelar, una idea del Cosmos que se piensa a sí mismo a partir de la nada. No hace falta que diga que me gusta la idea original y que si algún día fuéramos anfitriones de una visita extraterrestre, propondría ese lugar para hacer entender quiénes somos como especie y de qué manera hemos evolucionado con instrumentos y construcciones. La propia ingeniería del proyecto es buena prueba de ello. Hablamos de un atractivo turístico universal en todos los sentidos de la palabra, una obra abierta de arte total.

Debemos valorar al artista que tuvo esta idea y la idea misma. Pero por esa explícita valorización, la obra no tiene por qué hacerse en la montaña de Tindaya, que es algo así como el Aeropuerto de Los Rodeos en Fuerteventura: no podía haberse elegido peor ubicación. Todo han sido y son objeciones en Tindaya, desde la geología a la arqueología. No se puede conservar y proteger la montaña y hacer el proyecto, como Chillida sin duda deseaba. Los deseos del artista no se cumplen, la herida social era inaceptable e incomprensible para él y su legado no puede permitirse un baldón como ese. Estoy seguro de que Eduardo Chillida sintió auténtica amargura por el enorme malentendido y la dolorosa mancha creados en torno a cuales eran sus buenas intenciones, esas de las que está empedrado el camino al infierno.  ¿Por qué no rompemos, también en su nombre, este tabú?

Miguel Ángel Fernández Ordóñez estará de acuerdo conmigo en una cosa: la montaña no sostiene la propuesta original. Se cae. Se cae de mil maneras, con mil simulaciones.  Como lo quería Chillida, en esa montaña, no puede hacerse. Así que el arte se ha convertido en pura ingeniería, completamente ajena al concepto del artista y, por cierto, muy costosa de principio a fin, en dinero y en destrozo. Porque como no es estable, viene en ayuda el ingenio y un complejísimo armazón romperá la magia con un falso techo. Los visitantes ni siquiera podrán tocar la auténtica piedra de las paredes, porque estarán cubiertas de resina.  Todo es tan artificial, tan antinatural, que dudo mucho que Chillida lo firmara como obra suya. Las esculturas de Chillida son volúmenes y antivolúmenes que se sostienen solos, son aprovechamientos de materia y espacio en contacto directo, constituyen una experiencia visual del sentido del tacto. Cuando miramos una obra de Chillida, la estrujamos entre nuestros brazos, como un Harrijasotzaile, la apretamos con las manos, como un Pelotari. Hay mucha cultura vasca en el concepto universal de Chillida: ejercicios de fuerza, lo recalco, sin ningún instrumento mecánico de apoyo artificial, sino simplemente el hombre y la piedra. Eso es Chillida y los promotores de la obra en Tindaya son quienes han dado por hecho que lo que va a hacerse es una obra profanada, un forzamiento (reforzado) de la idea original. Y si debemos aceptarlo, porque de otra manera no puede ser, entonces también debemos decirlo. Lo que se va a hacer en Tindaya, con Tindaya, es un atentado patrimonial que empieza violando el concepto prístino y puro del artista. ¿Acaso no debiéramos concluir que, una vez alcanzado este punto de deturpación de la idea original, la ubicación de la obra deja de ser relevante? ¿Por qué, para qué, empeñarse obcecadamente en Tindaya?

Un arte destinado a empequeñecer la isla, ha acabado engullido por la grandeza de una montaña. Pero en Canarias solamente hay una auténtica gran montaña: el Teide y, a sus pies, la depredación de las empresas areneras abrió en Güímar unas simas colosales, nunca vistas entre los impactos de la actividad humana en el archipiélago. Monumentos de la brutalidad del caciquismo insular, de la estrechez de miras y el desprecio por la naturaleza y la gente: las canteras clausuradas en Güímar representan todo lo contrario de los valores que quiso encarnar Eduardo Chillida y, sin embargo, tienen bastante en común con las actividades pasadas y previstas en Tindaya.  Más de ochenta metros de caída en agujeros capaces de contener el proyecto de Chillida, que podría ejecutarse sin los elevadísimos costes de extracción, sin los enormes gastos de una ingeniería de construcción condicionada por equilibrios inestables, si no imposibles, en el interior y exterior de Tindaya, pero aprovechando gran parte de los diseños ya costeados y evitando más despilfarros injustificables e inamortizables. Una destrucción acabada, cerrada, para la que ni el Cabildo de Tenerife, ni el Gobierno de Canarias, encuentran solución. Lo reconocía Carlos Alonso a lo largo del año pasado: “Debemos considerar si la finalidad perseguida –la restauración de los barrancos- no se puede alcanzar utilizando otros medios”. Recojo el guante y me atrevo a sugerir: arreglamos Güímar y salvamos Tindaya, revalorizamos el turismo de Canarias respetando el patrimonio y el medio ambiente en Tenerife y en Fuerteventura. Rompemos los tabúes envenenados que nos impiden alcanzar el consenso ante una iniciativa artística de proporciones mundiales que, recreada a la luz del Teide, tiene todos los requisitos, cumple todas las expectativas y nos devuelve la empatía con Eduardo Chillida y el aprecio que se merece por habernos elegido a los canarios como depositarios de su legado universal.

¿Y Fuerteventura? Fuerteventura tiene valores de sobra para garantizar su prosperidad turística, si las autoridades públicas se comprometen a respetarlos, protegerlos y potenciarlos. El mayor riesgo del proyecto Chillida en Tindaya no es para los podomorfos, ni para la propia montaña: la auténtica amenaza es que concentrando todo el interés turístico en el atractivo único de esta obra majestuosa, ya no importe abandonar o dilapidar los otros valores naturales y patrimoniales repartidos por toda la isla y se pueda urbanizar salvajemente de costa a costa; es un verdadero peligro que la marca turística Fuerteventura sea colonizada y monopolizada por la obra escultórica proyectada en Tindaya, combinada con el escaso peso demográfico y dimensión económica de la isla. Exactamente igual que la concentración del ecologismo y el activismo social en torno a esta obra ha solapado y contribuido a abandonar otras necesidades y otros espacios que era y es preciso reivindicar y conservar.  En Tenerife no existe este problema de concentración monotemática de la marca, porque los valores turísticos son diversos y consolidados, y la población y actividad económica mucho mayores. Y ahora, con su permiso, me pongo el casco.

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