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Puerto sin barcos

Juan Jesús Bermúdez / Juan Jesús Bermúdez

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La tasa de crecimiento del transporte marítimo había aumentado de forma exponencial, especialmente en el eje asiático-noroccidental, aunque también en otras latitudes. En justa correspondencia con este ritmo, comenzó una carrera de esloras, hacia el gigantismo de los buques, y se prodigaron los hubs y otras megaestructuras de intercambio y trasiego de materias primas del Sur y productos elaborados a bajo coste en el arco del Lejano Oriente, hacia las redes transeuropeas y el coloso yanqui.

Una más de las burbujas que se han formado en estos años de fundamentalismo financiero ha sido la de las compañías marítimas, a partir de flotas de creciente porte que es preciso amortizar, y que son los grandes embajadores de la internacionalización de la economía. También tiene carácter burbujeante la codiciosa creación de “nodos de transbordo” marítimo a lo largo de las rutas marítimas, con la pretensión de acaparar tránsitos y algún tipo de economía de escala que recalara dinamizando el dependiente desarrollo local.

Sin embargo, los pronósticos están fallando, y la mayoría de los dirigentes portuarios y de navieras reconocen expectativas claras de decrecimiento en los atraques, a la par que muchas explanadas y diques de la geografía industrial se convierten en improvisados almacenes de coches que no se pueden vender, u otras mercancías que no encuentran pagador. Muchos, conocedores de que se juegan los cuartos, anulan apresuradamente planes de expansión. Otros, probablemente porque no valoran en justa medida el no jugar con dinero propio, ni con esas.

Algunos se preguntan si, tras este desvanecimiento macroeconómico, que, sin embargo, se acerca, por muchos motivos, a lo que asoma ya como la tercera gran depresión, la recuperación del tráfico mundial precisará de las infraestructuras que se planifican hoy. Pero quizás es sensato - porque, ¿dónde quedó la prudencia? - pensar en límites absolutos a la globalización, una vez que conocemos que el motor de su expansión ? el petróleo ? tiene pocas perspectivas de seguir creciendo en volúmenes de producción, al no descubrirse, ni de lejos, las reservas para reemplazar a las que, por puro envejecimiento, están agotándose. Ya no es que sea el crudo el combustible de todo el transporte marítimo, sino que es también el pilar esencial de la dinámica de crecimiento crediticio que precisa aquél. Tiempos, desde luego, muy diferentes.

Los polinesios, describen los antropólogos, construían artesanales pistas de aterrizaje y torres de control, con la vana esperanza de que cayeran milagrosamente a sus pies las mercancías que alguna vez vieron traían los primeros colonizadores occidentales. Hoy, nos aprestamos a seguir con la inercia que ha marcado las anteriores décadas, pese a que la Historia ya está tornando de su techo de multiplicación, y se insiste en construir y ampliar puertos porque, como los polinesios, padecemos el llamado síndrome del culto cargo. Con las esquirlas del pasado pugnamos por abrirnos paso en un futuro de muy diferente porte. Desmembramos la costa, a costa de más infraestructura (que hay que mantener) y derroche de nuestro escuálido acceso al dinero, para albergar diques sin barcos: de hub a bluf, como ha ocurrido ya en la grancanaria Arinaga o como ocurriría en la tinerfeña Granadilla, de no mediar el reconocimiento y quizás la humildad de que los retos nuevos no se solventan con recetas redundantes. Nada nuevo, por supuesto, que se insista, con pólvora ajena, y se quiera endilgar a las próximas generaciones el desvarío desconcertante del que pese a tener nublada la vista alega que el camino siempre fue aquél que vino haciendo, aunque las señales den saciado indicio de lo contrario. Amarga herencia de deudas abrir más brechas a nuestra maltrecha tierra.

Juan Jesús Bermúdez

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