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'Recipiendo in civitatem'

Israel Campos

Muchas veces nos ha llegado la impresión de que la antigua ciudad de Roma se convirtió en un gran imperio por medio de las grandes conquistas que protagonizó a sus enemigos externos: cartagineses, galos, íberos, macedonios, germanos, etc. De igual forma que la idea de Roma que tenemos no queda limitada exclusivamente a la Ciudad Eterna, sino que Roma incluía en realidad un genérico que era toda la península italiana. Pero para que la ciudad de Roma pudiera alcanzar lo que posteriormente fue, no podía conseguirlo exclusivamente con sus habitantes, sus tierras y su propia riqueza. Para lograrlo, Roma primero integró a los demás pueblos itálicos. Algunos por las armas, otros por medio de pactos y alianzas, pero el resultado fue una confederación de pueblos que participaron activamente en el engrandecimiento de Roma, liderada por sus élites dirigentes.

Tras la caída de Cartago, el Senado romano se embarcó en una serie de campañas militares que extendieron el dominio de Roma por casi todo el Mediterráneo, y en esas empresas militares participaron activamente todas las regiones de Italia. Aportando hombres para el ejército y recursos con los que sufragar las expediciones. Colaboraron en el crecimiento y recibieron inicialmente los beneficios que se derivaban de formar parte de una empresa común. Sin embargo, no todo lo que aportó la expansión imperialista a Roma fue positivo. A finales del siglo II a.C., se evidencia una situación de crisis que afectó a varias esferas: política (luchas de intereses entre las distintas facciones del Senado), económicas (empobrecimiento de los campesinos, falta de tierras), sociales y culturales. En este contexto volvió a tomar cuerpo un aspecto que mientras la riqueza de las conquistas fluía, había quedado adormecido: la cuestión itálica. Desde distintas regiones de la península resurgió una antigua demanda donde se reclamaba que se sentían injustamente tratados por las decisiones del Senado y exigían una forma mejor de beneficiarse de la pertenencia a un imperio tan extenso y temido como el romano. Aunque fue un tema de carácter político el que acabó focalizando las quejas, la eliminación de la distinción entre ciudadanos romanos y ciudadanos itálicos, fueron sin embargo las demandas económicas las que realmente movilizaban a buena parte de los territorios que se sumaban a estas peticiones de solución.

Desde Roma se miró con condescendencia esta cuestión itálica. Afianzados en la seguridad de ser poseedores del poder político y militar, entendían que no había nada que ceder a esas reivindicaciones. Y así había ido creciendo un sentimiento genuino de demanda, que finalmente desembocó en el estallido de una revuelta militar abierta. Primero en el noreste y luego por otras regiones de Italia, los aliados de Roma, los conocidos como “socii” (socios) se enfrentaron abiertamente al Senado, frustrados por no encontrar sino a través de las armas, la única forma de cambiar su situación. Romper con Roma, fundar su propia república llamada Italia con capital en la ciudad de Corfina. Del 90 al 88 a.C., Roma tuvo que enviar expediciones militares para recuperar por las armas el control del territorio itálico sublevado. Tuvo que compensar a los aliados que permanecieron fieles y castigar a los que no se rindieron a tiempo.

Este periodo de la historia de Roma se conoce como la Guerra Social, aunque también se la describe como Guerra Itálica. El cortoplacismo de los dirigentes del Senado, les llevó a no ser capaces de contemplar la viabilidad o justeza de las demandas. La cerrazón a contemplar alguna solución a la cuestión itálica supuso incluso que se asesinara en la calle a algún tribuno que como Marco Livio Druso osó plantear la necesidad de conceder la ciudadanía a todos los itálicos. La guerra encumbró la carrera de políticos como Sila y Pompeyo que posteriormente protagonizaron respectivas guerras civiles en Roma. Pero lo más lamentable de todo este episodio de la Guerra Social romana es que tras el conflicto, se aprobaron varias leyes que sancionaban todas las demandas que habían llevado a los aliados a la guerra. La Ley Plaucia Papiria del año 89 a. C. concedía la ciudadanía a cualquier itálico, incluso sublevado, que se hiciese inscribir en los registros del pretorio en un plazo de dos meses, y otra posterior alcanzó incluso a los habitantes del sur de la Galia. Como concluía el historiador romano Veleyo Patérculo, concediendo la ciudadanía (recipiendo in civitatem), fue como Roma se aseguró primero el respaldo de los que no se sublevaron y luego de los restantes. Hizo falta una guerra, hizo falta que el conflicto explotase en la cara del Senado romano para que finalmente se hicieran las reformas demandadas por un conjunto importante de la población, que inicialmente no buscaban separarse de Roma, sino redefinir su estatus dentro del proyecto común.

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