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¿Sueñan los neurofilósofos con ovejas deseantes?

Rafael Inglott Domínguez

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En uno de los libros más influyentes que se han escrito sobre psicología del marketing, Robert Cialdini cuenta que un hermano suyo, Richard, se pagó la carrera del siguiente modo: compraba coches usados, los lavaba en el garaje familiar y allí mismo los volvía a vender. El secreto de su éxito consistía en modificar una regla elemental de las ventas (un cliente, una cita), haciendo que las visitas se solaparan. En un contexto así, cada visitante se paraba menos en sus dudas, pegas o ambivalencias, para centrarse en la fantasía de que otro se llevara “su coche”.

He estado haciendo cuentas para situar esta anécdota en el tiempo. Debió de transcurrir a mediados o finales de los noventa. Mis cálculos tienen su razón de ser, porque fue en marzo de 1996 cuando la revista médica The Lancet (la segunda más influyente del mundo entre las de su género) publicó un famoso ensayo que firmaba el geriatra y neurofilósofo Raymond C. Tallis. Su expeditivo título era Burying Freud (Enterrar a Freud). En él se exhortaba a acabar, y para siempre, con la influencia del pensador vienés en el ámbito de las ciencias naturales.

Era un texto plagado de maledicencias, como han reconocido luego tirios y troyanos. Pero… o tuvo un gran efecto de persuasión, o fue simplemente una palada tardía en la metafórica tumba de Sigmund Freud. Las publicaciones científicas de impacto ya no citan al vienés en nuestros días, o lo incluyen como simple curiosidad en los apartados de revisión histórica. Es más: alegatos como el de Tallis han impulsado un complejo movimiento destinado a “desinflar la burbuja freudiana”, no ya en el ámbito científico, sino en el conjunto de la cultura occidental.

Será otra vez el tiempo quien otorgue a cada cual el sitio que le corresponda. Tengo muy serias dudas sobre el alcance y la consistencia de la corriente llamada “neurofilosofía”; me cuestiono incluso su derecho a figurar como una rama de la gnoseología. Pero también convengo en que Nietzsche o Heidegger han pasado a desplazar a Freud (lo mismo que a Marx, por no hablar de los “freudomarxistas”) en las volubles preferencias del pensamiento continental europeo.

Ese empeño en enterrar a Freud, y su contraste con la resurrección de algunos otros pensadores, exige análisis más profundos y sesudos. Yo me limito a señalar que enterrado, lo que se dice bien enterrado, no parece que esté. El mundo anda lleno de subproductos freudianos, que acaban por ser reciclados aquí y allá por mucha gente espabilada e industriosa. Es como si los psicoanalistas, en sus contiendas talmúdicas por adueñarse de la esencia freudiana, hubieran dejado un rastro de desechos que los listillos recomponen a su manera. Aunque ya no acampe en la cima del saber oficial, la herencia freudiana vivaquea hecha jirones por los recodos de una cultura oficiosa (la del toma y daca liberal capitalista) que se hace fuerte en el manejo solapado y ventajista del deseo.

Cierto que ni Cialdini, ni Fishbein, ni Kothler, ni Converse, al menos que yo sepa, admiten haberse inspirado en el hombre del cigarro y la mirada escrutadora. Pero lo cierto es que esa mirada, con sus reconocibles yerros y subjetivismos, dejó no solo una marca inexpugnable en la cultura occidental: también un bagaje asombrosamente caudaloso de observaciones sobre el ser humano, que una legión de autores y actores sigue explotando en nuestros días sin apenas mencionarlo.

Por eso me he detenido en lo de los coches usados. Los gurús del marketing, sean teóricos influyentes o avispados practicantes, saben muy bien que nadie sale de su cueva si no lo empuja una pasión. Y que toda pasión es hija -unas veces pundonorosa, otras veces abyecta- del deseo. Y que el deseo no germina por las buenas, sino allí donde su objeto amenaza con esfumarse.

Pero Freud, nos dirán todos ellos, ¿quién se acuerda ya de ese pelmazo?

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