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El Teide

José H. Chela / José H. Chela

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Yo, particularmente, tengo especial predilección por los dos lugares que en el Archipiélago han obtenido esta distinción: el parque de Las Cañadas ahora y el Garajonay, hace ya tiempo. Los visito siempre que tengo ocasión y lo que me maravilla de ambos parajes es que, por muchas veces que los recorras, por numerosos que sean los paseos que des por el bosque gomero o por esas cumbres teideanas, siempre te parecen nuevos, siempre encuentras perspectivas que se te antojan insólitas, siempre te asombras como si acabaras de descubrirlos en ese instante y nunca antes hubieses estado por allí. Creo, verdaderamente –a mi me pasa y tiendo a sospechar que les ocurre a los demás- que cada ascensión, por La Esperanza o por La Orotava o por el Sur, hacia el Teide es una experiencia distinta, aunque la emoción al acercarte al impresionante y majestuoso volcán sea casi siempre y emocionantemente la misma: una mezcla de sentimientos en los que predomina la admiración estética y el respeto ante la grandeza del coloso. Otra cosa es subir hasta la cima para ver cómo despunta el alba, cómo van surgiendo de entre las tenues luces de la amanecida las siluetas de las islas hermanas y cómo la sombra del gigante se va extendiendo para arroparlas todas. Esa otra ascensión hay que hacerla a pie, desde abajo, desde los bordes mismos de la falda del volcán –el teleférico es un pegote horroroso que supongo habrá hecho peligrar la obtención de la distinción conseguida- para pasar la noche en el refugio de Altavista, y recorrer de madrugada el trecho que lleva desde el humilde edificio con lecho para los excursionistas hasta el hosco cráter perennemente humeante y sulfuroso. En las tierras lávicas de Las Cañadas, donde rocas y piedras quedaron inmovilizadas en una silenciosa danza cambiante por la luz, hay trece colores distintos, desde el blanco más puro al negro más absoluto. Con esos trece colores y esas tierras se hace el enorme y admirable tapiz de la plaza del ayuntamiento de mi pueblo, en La Orotava, cuando las fiestas de la octava del Corpus. Y la retama del Teide, la blanca y la amarilla, siempre está presente en las otras alfombras, las de flores, que se extienden por las calles de la Villa en la misma fecha. Alfombras que huelen a brezo, a brisa del Portillo y a la humedad pegadiza de los mares de brumas que se extienden sobre el Valle y a los pies del Teide vigilante.

José H. Chela

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