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Washington contra Teherán: premisas para una guerra

Adrián Mac Liman / Adrián Mac Liman

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Si bien es cierto que ambos objetivos figuran en el programa de gobierno elaborado hace ya más de tres décadas por el ayatolá Jomeyni, cabe preguntarse si el nerviosismo de Israel, única potencia nuclear reconocida de Oriente Medio, obedece a factores o amenazas reales. Conviene recordar que los rumores sobre la existencia de un programa nuclear iraní con fines bélicos empezaron a correr hace unos años, poco después de la ocupación de Irak por los ejércitos de la alianza creada para derrocar a Sadam Hussein. Las primeras declaraciones sobre la supuesta peligrosidad del régimen iraní fueron formuladas seis semanas después del final de la campaña de Irak por la entonces consejera de seguridad nacional, Condoleezza Rice. Sin embargo, la invasión de Irán no llegó a materializarse; Norteamérica se había estancado en el avispero iraquí. Los cálculos excesivamente optimistas del equipo de asesores de Bush no correspondían a la situación real; ninguna étnia iraquí salió a la calle para dar la bienvenida a los “libertadores” cristianos.

Tras los errores estratégicos cometidos tanto en Afganistán, donde los talibán parecen haber vuelto a la carga, combatiendo a las tropas multinacionales encargadas de garantizar la supervivencia del Gobierno pro occidental de Amin Karzai, como en Irak, donde los estadounidenses apostaron por un puñado de políticos débiles e inexpertos, parecía poco aconsejable contemplar nuevas aventuras bélicas. Sin embargo, hay quien estima que la Administración Bush podría “despedirse” de la ya de por sí afligida región de Oriente Medio con otra ofensiva, la última, contra uno de los mayores productores de crudo del planeta.

El guión parece relativamente sencillo: los lobbys estadounidenses verían con agrado la interrupción, incluso momentánea, de la producción de “oro negro” iraní. La escasez de curdo generaría pingues beneficios a los petroleros? tejanos. Por su parte, el Estado judío pretende eliminar cuanto antes el potencial peligro que supone un Irán nuclear. Desde el punto de vista meramente estratégico, la desaparición del régimen islámico iraní, acusado de apoyar a los Hezbollah libaneses y al Hamas palestino, supondría la eliminación de un factor clave que obstaculiza la democratización de la zona. Con ello, la Administración Bush daría un paso más hacia laceración del tan cacareado “Gran Oriente Medio”, ideado por los asesores áulicos del Presidente después de la guerra de Afganistán.

Obviamente, la Casa Blanca hace caso omiso de otro elemento importante: la reticencia de muchos Gobiernos árabes de encaminarse por la senda de la democracia “made in USA”. En efecto, para las monarquías feudales amigas de Washington, esta opción supone un autentico salto en el vacío. Por si fuera poco, los gobernantes de la zona no disimulan su recelo ante el apoyo incondicional de la Administración republicana al Estado de Israel. Muchos aliados de los Estados Unidos, empezando por los príncipes saudíes, llegaron a tildar al los norteamericanos de parciales en el conflicto. En este contexto, cabe suponer que la deseada solidaridad de los países de la región contra la “amenaza nuclear iraní” difícilmente podrá materializarse.

Queda, sin embargo, otra opción: el factor sorpresa. Los estrategas de la orilla Sur del Mediterráneo llevan ya tiempo barajando la alternativa de un operativo militar relámpago dirigido contra los centros neurálgicos del programa nuclear persa, que generaría una respuesta contundente por parte de los militares de Teherán. Ello dejaría la puerta abierta a la ofensiva militar israelo-estadounidense, diseñada hace años por el general Sharon.

La formula “provocación-réplica-contrarreplica” podría sumir al conjunto de los países de la zona en uno de los conflictos más peligrosos y más mortíferos. De este modo, el final de la era Bush coincidiría con la suspensión sine die, cuando no la defunción del hasta ahora difícil, aunque posible diálogo entre Occidente y el mundo islámico.

Adrián Mac Liman

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