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De Wert...al pasado

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Que la educación ha sido entendida, desde siempre, como una herramienta fundamental para el control social; como el instrumento “manipulador” -por antonomasia- de individuos y pueblos; no es una idea que pueda resultar extravagante a nadie que tenga dos dedos de frente.

Qué saberes y qué valores transmitimos a nuestros hijos condicionan el modelo de sociedad que pretendemos construir y la manera en que nos relacionamos, entre nosotros y con el propio medio que habitamos.

La educación ordena nuestro universo: nos conduce a interpretar la información que recibimos y procesarla en base a un código dualista inoculado “directamente en vena” por progenitores, instituciones sociales, medios de comunicación, los estados? Pero también nos permite acceder al conocimiento acumulado y, de su mano, se nos otorga la capacidad de discernir la realidad y hasta de disentir de los axiomas establecidos. Precisamente, desde esta capacidad, nos mantenemos en movimiento: redefiniendo constantemente el mundo y sus leyes, la ética, las convicciones, las creencias, los sistema y logramos avanzar.

Filósofos, sociólogos y pedagogos han coincidido en el crucial papel que juega la educación en la edificación de los modelos civilizatorios y han apostillado que, de su control, depende el afianzamiento y el desarrollo de los pueblos. Los estados, las iglesias y las estructuras de poder económico, terminaron asumiendo esta máxima y disputándose el manejo de las riendas -en la mayoría de las ocasiones, compartiéndolo-, para establecer sistemas educativos al servicio de los intereses de unas minorías y de efecto narcótico y domesticador para las mayorías.

Los regímenes totalitarios han dado buena prueba de ello y la España franquista fue un claro ejemplo: El tándem iglesia-estado implantó y manejó a su antojo, durante décadas, un sistema educativo basado en el adoctrinamiento, la castración emocional y reflexiva, la segregación (económica, social, intelectual, de género?), la asfixia de las identidades territoriales y la abnegada aceptación del orden de las cosas. Áreas como la “Formación del Espíritu Nacional” tenían como objetivo asegurar la fabricación en serie de “patriotas” entregados a la causa del nacional-catolicismo, pero sus contenidos eran igualmente recalcados en cualquiera de las disciplinas académicas que se impartieran y desde muy temprana edad. La cuestión era garantizar la perpetuación del sistema y el acatamiento de la jerarquía establecida.

En las postrimerías de la dictadura, los descendientes de la “plebe” asumen que el acceso a la formación supone un potente motor de cambio, en lo individual y en lo colectivo y una irrenunciable oportunidad de promoción social. Vencer el veto puede abrir una brecha en el brutal orden fascista. La universalización de la educación y la compensación de desigualdades para optar a ella, se convirtieron en reivindicaciones inapelables: ¡LOS HIJOS DE OBREROS QUEREMOS ESTUDIAR! ? La generación del “Baby Boom” de los 60 comienza a recoger los frutos y a beneficiarse de una incipiente apertura del sistema educativo.

Con la llamada “transición política” fueron llegando reformas educativas (hasta siete: casi una por legislatura). El modelo educativo se convierte en una moneda de cambio, en una herramienta de revancha ideológica. Los poderes fácticos (particularmente la Iglesia y las estructuras mercantiles) ejercen de agresivos lobbies de los gobiernos que se van alternando en el poder y éstos se afanan en “mear por las esquinas” -marcando el terreno-, pero se desentienden de la tarea de dotar a los pueblos del estado del sistema educativo “democrático”, eficaz y duradero que necesitan.

La vilipendiada LOGSE del gobierno socialista de Felipe González, sin ser la panacea (ni mucho menos), pudo haber marcado un punto de inflexión: introdujo importantes avances como el incremento de la edad de escolarización obligatoria hasta los 16 años, la normalización de la integración escolar, la generalización en la aplicación de medidas compensatorias, la regulación y la planificación de la atención a la diversidad, la implantación “en el sistema” de ofertas de enseñanza post-obligatoria, la dignificación de la Formación Profesional, la reglamentación de mecanismos de participación democrática en la gestión de los centros, ?

Sin embargo contenía varios “defectos de fábrica”:

  • No se hizo acompañar de la necesaria memoria económica (haciendo recaer el mayor o menor éxito de su desarrollo en la voluntad y el esfuerzo presupuestario de las diferentes autonomías).
  • Consagró la existencia de una doble red de centros educativos sostenidos con fondos públicos, otorgando a los conciertos con la oferta privada un carácter estructural.
  • Obvió la oportunidad de avanzar en un modelo educativo laico y concedió prebendas innecesarias al “aparato” de la Iglesia.

Las siguientes modificaciones legislativas (siempre argumentadas desde la gravedad de los datos de fracaso y abandono escolar; siempre acompañadas de un discurso cara a la galería -rasgándose las vestiduras mientras insisten en el “papel estratégico” de la Educación como motor de transformación social y como inversión de futuro-), también ¿olvidaron? la necesidad de una financiación suficiente.

Todas ellas dieron la espalda a un hecho incontestable: Los países con mejores resultados y con la más clara repercusión de la política educativa en su desarrollo social y económico, son aquellos en los que se ha apostado por mantener y desarrollar en el tiempo un modelo cabal ?centrado en las personas y en su derecho a optar, en igualdad de condiciones, a la formación- y, por supuesto, adecuadamente presupuestado (Finlandia invierte el 7% de su PIB en Educación, frente al exiguo 4% de España o el ridículo 3,5 % que se invierte en Canarias).

Por otra parte, todas y cada una de esas reformas educativas pasaron por alto la herencia del retraso histórico que lastra al estado español (insultante en el archipiélago canario). Ninguna asumió analizar, hasta qué punto, los índices de fracaso escolar de nuestro sistema educativo constituyen el reflejo de nuestro propio fracaso social acumulado (el fracaso escolar de hoy lo siguen protagonizando los hijos e hijas del fracaso ?o la exclusión- escolar del ayer).

La LOMCE de Wert no es, en este sentido, una reforma educativa más; tampoco debe ser contemplada como una medida política cualquiera. Tal y como reconocía estos días el propio presidente del Gobierno, en un intento por defender a su ministro (después de ser pillado en la mentira en relación a la subvención europea de las becas Erasmus): “Wert goza de la más absoluta confianza y apoyo por parte de este gobierno, porque ha asumido protagonizar y lo está haciendo con valentía, una de nuestras reformas estructurales más importantes”.

¿Sabe lo que dice el presidente Rajoy? Junto a la modificación de la Constitución realizada por el gobierno Zapatero (haciendo prevalecer el pago de los intereses de la deuda, por encima de las necesidades básicas y los derechos fundamentales de la ciudadanía); junto a la última “salvaje” Reforma Laboral (destinada a desregular el mercado de trabajo, favorecer el despido libre y legitimar la sustitución de empleo “decente” por empleo precario e infra-retribuido); junto a la mutilación de nuestro sistema de salud (introduciendo el “repago”, excluyendo a amplios sectores sociales de la cobertura sanitaria, promoviendo la privatización del servicio,?); junto al reciente “Pensionazo” (que no sólo cercena el principio de solidaridad inter-generacional y cuestiona el mantenimiento del sistema público de pensiones de cara al futuro, sino que somete a los pensionistas actuales al empobrecimiento y a la más absoluta incertidumbre); Junto a todo ello, la LOMCE del Partido Popular se postula como la pieza destinada a cerrar la cuadratura del círculo.

Los redactores de esta ley de “artículo único”, aplicando el principio del mínimo esfuerzo (el “corta y pega” de toda la vida), mediante sutiles modificaciones, supresiones y añadidos sobre el texto de la LOE del último gobierno PSOE, consiguen plasmar una “hoja de ruta” que, no sólo nos retrotrae a ese pasado oscuro de la España en blanco y negro (usufructuaria del orden feudal), sino que nos conceden el honor de convertirnos en cobayas de un experimento de alcance global: Se trata de comprobar si una vez reducidos al papel de mercancías (despojados de dignidad y derechos en lo individual y en lo colectivo), es posible “modelarnos” hasta convertirnos en fieles adoradores del moderno “becerro de oro” y que acatemos, sin remedio, los dogmas del neoliberalismo y la función que su “nuevo orden” resuelva otorgarnos ?en su lógica sobramos casi todos y, por ende, sólo merecemos existir si demostramos ser útiles para su beneficio-. Se trata de adoctrinarnos en el catecismo del más absoluto individualismo y de la servidumbre a los intereses y las reglas de un dios-mercado que nos contempla como una simple inversión monetaria.

La oposición, la confrontación con una reforma estructural como la que plantea la LOMCE resultan, por tanto, imprescindibles. Pero, probablemente, estamos errando en la estrategia: Actuar, frente a una agresión de este calibre, de forma puramente sectorial, como si se tratara de un “problema” que exclusivamente afecta a estudiantes y a docentes, nos coloca donde se nos quieren tener ?fragmentados, perdidos, sin norte-.

La LOMCE del PP, junto a las otras grandes medidas estructurales, requiere ser contemplada en un contexto global y debe ser contestada, desde esa óptica, con el mayor grado posible de coordinación intersectorial, para garantizar una respuesta social, unitaria y productiva. La respuesta segmentaria, aun siendo comprensible y hasta necesaria, no termina de conseguir los efectos deseados. Perpetuar su dinámica nos puede conducir a la extenuación conjunta a través del agotamiento y la frustración particular.

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