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Si cualquiera se atreve a representar la imagen divina

Israel Campos

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Las relaciones entre la Iglesia y el Carnaval nunca han sido especialmente amistosas. Si nos remontamos a los orígenes de esta fiesta, podemos encontrar un trasfondo pagano que nos conectaría posiblemente con la celebración de las Lupercales entre los romanos, sin excluir tampoco las bacanales de la época griega en honor al dios Dionisos-Baco. Durante la Edad Media, el combate entre Don Carnal y Doña Cuaresma relatado por el Arcipestre de Hita nos describe una realidad que nunca pudo ser suprimida del todo: que justo antes del Miércoles de Ceniza, la población se liberaba de sus obligaciones y preocupaciones para dedicarse por unos días a alterar su realidad, bebiendo, comiendo, celebrando y también disfrazándose. Se conservan numerosos edictos, bandos y disposiciones por las que obispos y altos prelados establecían prohibiciones sobre las celebraciones carnavaleras. Y en Gran Canaria, no podemos olvidar que durante la dictadura franquista fue el particular celo del obispo Pildain el que logró casi desterrar de la capital la celebración de estas fiestas, enviando quejas de este tipo al Gobernador Civil de entonces: “mi respetuosa pero dolorida protesta ante el hecho de que aquí se celebrasen en pleno verano y otoño bailes de disfraces que están prohibidos en el propio Carnaval”.

A esa complicada relación, tenemos que unirle también la persecución que históricamente se ha realizado desde la Iglesia a todo lo que tenga que ver con la homosexualidad. En el proceso que inició el cristianismo para definir todas las esferas de la moral humana, la sexualidad y todo lo que no fuera una práctica ortodoxa de las relaciones entre hombre y mujer han quedado sometidas a la censura, la persecución y la condena. Ni tan siquiera en los últimos años, cuando más se ha avanzado en la normalización social de la homosexualidad, se ha producido una revisión seria de los postulados eclesiásticos sobre este tema, cosa que sí se ha realizado en otras confesiones cristianas.

Si juntamos entonces al Carnaval y el papel transgresor protagonizado por las Drag Queens, con la Iglesia y sus creencias, el cóctel explosivo es inevitable. Ha hecho falta que se representasen sobre el escenario dos iconos fundamentales del credo católico, para que al día siguiente se haya producido una convulsión a nivel nacional (a lo mejor a estas alturas ya ha llegado al Vaticano), con notas de condena de obispos, alcaldes, presidentes de Conferencias Episcopales, etc. La expresión “ofensa a los símbolos de la fe” se ha unido a otra tan abstracta como es “blasfemia”. Hasta el punto de llegar a convocarse misas de desagravio y no descartemos alguna posible demanda, como la que se interpuso contra aquellas mujeres que descubrieron su pecho en una capilla universitaria.

Sin poder entrar en los sentimientos personales que son susceptibles de sentirse ofendidos o no, me gustaría llamar la atención sobre el hecho mismo de los elementos utilizados por el concursante en su actuación. La representación iconográfica de una Virgen Católica y luego de un Crucificado han quedado asimilados en nuestra cultura occidental a lo que representan en el devocionario cristiano. Sin embargo, no podemos ignorar que Jesús no fue el único crucificado de la historia, y que la divinización y la creación del canon icónico de María como Madre de Dios fue tomado por la Iglesia de las representaciones romanas de Cibeles e Isis, principalmente. Más aún, en los inicios de la Iglesia, estas dos representaciones estaban totalmente ausentes de los primeros testimonios de iconografía cristiana, teniendo que esperar al menos hasta el siglo V. No solo eso, a lo largo de la historia, han sido varias las etapas en las que dentro de la Iglesia se han producido movimientos totalmente en contra del excesivo fervor que los creyentes y el clero ponían en el culto a las imágenes. El episodio más conocido es la llamada querella iconoclasta producida en Bizancio en el siglo VIII, y que nos deja como resumen esta condena sobre las imágenes: “se rechazarán y se quitarán y maldecirán de las iglesias cristianas cada imagen que se haya hecho de cualquier material y color cualquiera que sea el malvado arte de los pintores. Si cualquiera se atreve a representar la imagen divina del mundo después de la Encarnación con colores materiales, ¡será anatema!”. En la reforma luterana se volverá sobre esta idea, y las imágenes e iconos religiosos desaparecerán de las iglesias protestantes.

La conformación de nuestra cultura se ha sustentado sobre el papel que la Iglesia Católica ha ejercido sobre la política, la economía, la moral y el arte. Las representaciones iconográficas del cristianismo han superado el plano exclusivamente religioso (que podrán seguir manteniendo en el contexto de los templos y sus rituales), para convertirse en patrimonio histórico-artístico-cultural. El uso (de buen gusto o no) que se haga de esta temática como parte de un espectáculo artístico (con independencia del carácter trasgresor o carnavalero) está sustentado por la socialización que se ha producido de estos temas, desacralizándose su significado en dicho proceso. Esto solo se ha producido con el cristianismo; nuestra sociedad no ha integrado de igual forma las temáticas y representaciones de otras religiones, por lo que difícilmente se podría normalizar el utilizar cualquier otro símbolo religioso. Si la actuación de anoche fue premiada con la aclamación del público, significa que ese público, lejos de ser una “muchedumbre enardecida” y “frívola”, entendía claramente las claves en las que esos símbolos fueron utilizados.

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