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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal
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Espacio de opinión de Canarias Ahora

Cerrando filas

Eduardo Serradilla

Para todos aquellos que estén poco familiarizados con la literatura de ciencia ficción, escrita entre los años cuarenta y sesenta, del pasado siglo XX, las visiones que del nuevo siglo XXI aportaban los escritores en entonces no eran, precisamente, halagüeñas.

En la mayoría de los casos la humanidad había terminado por desaparecer, víctima de su propia demencia o terminaba por ser dominada por un estado imperialista y totalitario que lo controlaba todo, bajo el pretexto de evitar males mayores.

Sólo en algunas novelas la esperanza le ganaba la partida al desaliento y con la llegada de una nueva centuria, el hombre, sabedor de sus errores pasados, emprendía un camino marcado por la paz y el entendimiento entre los pobladores del planeta.

Cuando el siglo XXI llegó, la realidad de los conflictos que azotaban el planeta y una serie de sucesos que hicieron tambalear los mismos cimientos de la sociedad civilizada, siendo su mayor exponente el atentado contra las torres gemelas de Nueva York, dejaron bien claro que los escritores y visionarios, tachados de pesimistas por sus contemporáneos, se habían acercado más a la verdad de lo que ellos mismos hubieran llegado a pensar.

Hoy día, la ciudad de los Ángeles, descrita por Philip K. Dick en su novela Sueñan los androides con ovejas eléctricas -y popularizada por su versión cinematográfica dirigida por Ridley Scott, Blade Runner- una urbe megalítica, sobre la cual no llegan los rayos del sol y que está habitada por los que no pueden pagar su billete más allá de las estrellas, se nos antoja cada vez más cercana. Y esto es así, si se piensa en las diferencias tan tremendas que se abren, día a día, entre las clases ricas y acomodadas, que acaparan el 95% de la riqueza y todos los demás habitantes del planeta, muchos de los cuales no tienen nada con lo que subsistir.

Además, y como describen escritores como Robert A. Heinlein en su ácida Tropas del espacio, o el mismísimo H. G. Wells en una novela tan premonitoria como El mundo que viene -todo un aviso de la amenaza que suponía el nazismo- el totalitarismo y el clima bélico que fue promovido por la anterior administración norteamericana ha terminado por colocar al mundo en una senda muy alejada de esa globalización que pretendía limar asperezas y lograr que todos trabajásemos por un bien común.

De igual manera las ideologías y doctrinas más conservadoras no han perdido oportunidad para cerrar filas y defender una vuelta a unos principios y valores morales que NADA han aportado a la historia de la humanidad salvo atraso, oscurantismo y los reiterados abusos de poder de quienes estaban encargados de velar por su debido cumplimiento.

No es de extrañar, por tanto, que junto con resultados electorales que rescatan a personajes y facciones que nos devuelven a periodos de la historia salpicados por los desmanes del fascismo y del totalitarismo más reaccionario, los estamentos encargados de velar por las creencias de millones de fieles seguidores prefieran el continuismo y la ortodoxia más feroz, antes que abrir la puerta a cualquier renovación que pudiera poner en solfa sus preceptos y, sobre todo, la ciega fe de muchos de sus principales valedores, en especial, la de aquellos que alimentan las arcas de la institución con sus generosas donaciones económicas.

Ni tan siquiera la llegada de un nuevo pontífice, mucho más abierto y tolerante, nos ha librado de aquellos que gustan de hacernos morar en la “caverna”, en vez de hacernos disfrutar con la luz del día.

Sé que cada uno es muy libre de creer cómo y en quien quiera -siempre cuando no se atente contra la moral y la vida de nadie- pero se debería tener mucho más cuidado con lo que se dice, critica o condena, sobre todo cuando en el mundo hay más de una creencia, aunque todos alaben a un dios, con distinto nombre pero igualmente válido y legítimo.

Viendo las reacciones de uno u otro lado, se acaba por tener la sensación de que muchos estarían contentos con que las instituciones religiosas, en especial, las patrias, volvieran a controlar las mentes y los deseos de las personas para así evitar desmanes tan “peligrosos” como que las personas piensen libremente y desarrollen su parte afectiva y emocional, sin tener que acabar tarados en el camino.

De otro modo no se entiende el comportamiento, cercano al fanatismo de la baja edad media, en temas tan sangrantes y preocupantes como lo es la educación sexual en las escuelas, el derecho de la mujer al aborto, o el derecho a toda persona a morir dignamente y no perpetuar su dolor y el de las personas que permanecen a su lado.

Sonará muy duro lo que voy a decir, pero cuando una creencia va en contra de la dignidad de la persona deja de tener, por lo menos para mí, cualquier autoridad, sentido y validez. El mundo necesita soluciones urgentes aquí y ahora en vez de oraciones vacías e ideologías que sólo se preocupan del bienestar de unos pocos.

Las figuras, los ornamentos y las liturgias se quedan en cortinas de humo cuando no van acompañadas de propuestas que respondan a los verdaderos problemas de una sociedad que cambia mucho más deprisa de lo que lo hacen la mentes de quienes creen que las únicas soluciones se encuentran encerradas en un libro sagrado, alterado y tergiversado tantas veces como se ha creído conveniente por quienes controlan los designios eclesiásticos.

Puede que para muchos el vivir, toda la vida, de una determinada manera y, de esa forma, estar preparados para la redención al llegar la muerte, sea suficiente. Sin embargo, en la vida hay muchas más cosas que hacer que estar pensando en el final de la existencia, y simplemente trabajando por un bien común, como han predicado muchas personas a lo largo de la historia, se pueden lograr cambios válidos y permanentes y no perpetuar los males de antaño, una y otra vez.

Si ellos quieren cerrar filas como las falanges espartanas de la antigua Grecia, son muy libres, pero los demás, con capacidad para pensar y actuar de otra manera, deberíamos hacer lo mismo y no dejar que sus mensajes ambiguos y fuera de toda realidad hagan mella en nuestras propias creencias, tan válidas y respetables como las suyas. Y mucho menos deberíamos dejarles que condiciones los corazones de las mentes de quienes, antes o después, se harán cargo de las riendas de nuestro país. Por ahí no deberíamos transigir, ni ahora ni nunca.

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