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El espíritu de Fort Robinson

Rafael Alonso Solís

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Friederich Trumpf, abuelo paterno del actual presidente de los Estados Unidos, llegó a Nueva York con 16 años, procedente de Baviera. Al arribar Manhatan, fue confinado en el Castle Garden, un edificio de piedra con aspecto de prisión en forma circular, que funcionaba como el primer centro de recepción de inmigrantes del país. Hacía tan solo 9 años que, en 1876, el 7º regimiento de caballería, al mando del teniente coronel George Armstrong Custer, había sido derrotado y humillado en Little Big Horn por un poderoso ejército cobrizo liderado por Caballo Loco y Toro Sentado, dos respetados jefes sioux. De carácter indómito, Caballo Loco, que previamente había participado en la masacre de Fetterman, fue apresado y encerrado en Fort Robinson, donde murió a bayonetazos de sus carceleros un año después. Por su parte, Toro Sentado, reconocido como chamán y líder espiritual de los lakotas, recorrió diversas reservas hasta recalar en la de Standing Rock, en Dakota del Sur. Allí murió, en diciembre de 1890, acribillado por policías reclutados de entre miembros de su propia tribu. Un par de semanas más tarde, tras cerca de tres siglos de enfrentamientos entre los nativos y las diferentes potencias colonizadoras europeas, terminaban las guerras indias con la masacre de Wounded Knee, donde los soldados norteamericanos asesinaron a cerca de 300 lakotas bajo el mando del jefe Pie Grande, de los que casi dos tercios eran mujeres y niños, después de que los indios iniciaran un ritual místico conocido como the Ghost Dance.

Es probable que el joven Friederich tuviera la ocasión de leer en los periódicos neoyorquinos el relato de las últimas escaramuzas de las guerras indias, prácticamente mientras se estaban desarrollando, aunque desconocemos cuál sería su mirada hacia aquellos indígenas de piel oscura y gesto inescrutable, cuya imagen seguramente contemplaría en algún daguerrotipo de la época. Sin embargo, no parece haber duda alguna de cuál es la de su nieto, al que ha bastado una generación para olvidar sus orígenes. También él ha tenido la oportunidad conocer la historia reciente de los conflictos raciales en su país, ahora centrados en la población afroamericana, especialmente desde el «verano rojo» de 1919, cuando en más de 30 ciudades norteamericanas se produjeron graves enfrentamientos entre blancos y negros, tras el regreso de los segundos como carne de cañón utilizada en la primera guerra mundial, rivalizando por puestos de trabajo y viviendas, previamente ocupados por los inmigrantes de piel blanca procedentes de Europa.

Desde su posición de constructor de éxito y empresario del show business metido en política, Donald Trump ha podido vivir de cerca las últimas muestras del odio racial que impregna el alma más turbia de la sociedad wasp. Unos años antes de su toma de posesión como presidente, dos jóvenes negros –Eric Garner y Freddie Gray– morían como consecuencia de la violencia policial; el primero asesinado por estrangulamiento en Minneapolis, en julio de 2014; el segundo, en Baltimore, en abril del año siguiente, tras entrar en coma mientras era conducido en una furgoneta policial. Ahora ha sido otra vez en Nueva York, donde George Floyd ha muerto bajo la rodilla de un policía blanco ante los ojos del mundo, utilizando ese método tan eficiente que tal vez aprendan los agentes de élite en los talleres de verano que imparten expertos israelís en los alrededores de Gaza. Agazapado cual conejo en el bunker de la Casa Blanca durante la noche, Donald Trump, en forma de vurdalak a la inversa, sale de día para amenazar con su libro sagrado en una mano, la bandera en la otra y el 7º de Caballería detrás, mientras es jaleado por la extrema derecha española como muestra actualizada del pensamiento fascista.

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