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El hombre y el mono

José A. Alemán / José A. Alemán

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Pues bien: ahora resulta que el genoma del orangután es igual al humano en un 97%, porcentaje sin duda más soportable. La diferencia se debe a que los orangutanes y los humanos se separaron mucho después de que lo hicieran los chimpancés, por lo que tuvieron más millones de años para alejarse. Confío en que los científicos den el paso siguiente, o sea, el de esclarecer, de una maldita vez, de quien fue la iniciativa de separarse, si de los oranguntanes y chimpancés o del Hombre; con mayúscula, no para masculinizar en términos absolutos la especie reina sino como referencia conjunta a varones y hembras, siempre a la espera de que primero el uso y la Academia, después, consagren “hombra”. Que no será pronto, vista la resistencia académica machista a admitir el “jóvenas” famoso.

No tengo datos, sólo sospechas, para relacionar a los políticos con los simios. Éstos no deben culpa y por otro lado no quiero darle pie a alguna señoría parlamentaria o gobernante (autonómico por supuesto) para salir con que nadie, mucho menos los periodistas, escapa del estigma de remotísimos antepasados peludos y saltarines arbóreos. Por eso lo dejo estar para ceder al recuerdo de aquel sacerdote claretiano, Martín Sarmiento, que, a base de sermones dominicales en la iglesia del Corazón de María y de pláticas de depurado nacional-catolicismo en los micrófonos de Radio Catedral, se ganó un lugar destacado en la leyenda urbana de la ciudad. El personaje debería figurar entre los referentes que ameritan la candidatura de Las Palmas de Gran Canaria a capital europea.

Fueron los finales de los 50 y principios de los 60 los años en que Martín Sarmiento ejerció aquí su sacerdocio con tremebunda labia para impedir que los jóvenes y las “jóvenas” de la época se comieran una rosca. Mirando, claro está, por el alma de los varones pues las segundas, es fama, son “templos de Satanás” en los que se pierden los primeros tan a gusto. Una misoginia atemperada en la misma dirección de no pecado por las madres que, temerosas de embarazos inoportunos que devaluaran a sus “vástagas” en el mercado, les inculcaban el axioma de que el hombre es fuego, la mujer estopa, viene el Diablo y sopla. Así no había manera.

Con igual denuedo clamaba el claretiano hasta el desgañite contra el descreimiento y las “ideas avanzadas”, presuponiendo que las atrasadas eran más gratas a Dios. Y a lo que iba: El Museo Canario, que había sobrevivido milagrosamente a la limpieza franquista, osó organizar una sesión sobre el darwinismo que lleva en sus genes fundacionales. Y en el lugar de autos se personó Martín Sarmiento a proclamar, alto y claro, con aguerrido talante, que el hombre no viene del mono ni de coña. No debía conocer las rugosidades mentales con que la élite culta isleña se defendía de la represión intelectual y de la otra fascista y creyó que el silencio tras sus intervenciones era confusión de descreídos deslumbrados por la luz de la Fe verdadera. Tardó en captar la fina ironía con que comenzaron a apostillarlo los más atrevidos cuando se les llenó la buchaca. Una vez se dice que la calabaza es buena, solían espetar en tiempos los isleños a los majaderos repetitivos, cual era el caso.

Cuando Martín Sarmiento, por fin, vio que pinchaba en el hueso de la contumacia de una manada de librepensadores trufados de mester de progresía, de los que algunos largaron incluso máximas en latín clásico, sufrió una súbita subida de sulfuro apostólico cuasi apopléjica y se levantó con ostentación de abandonar el salón; no sin tronar desde la puerta, para drenar el voltaje del encalabrinamiento, una terminante conclusión: el hombre no desciende del mono, pero sí vienen de él los aquí sentados. “¡Bájate de 'áhi', Sarmiento!”, exclamó alguien con la ironía menos aquilatada de tirarse al cuello.

A distancia de la pasión del momento, considero que Martín Sarmiento fue un precursor porque sin conocerse aún la enredina del genoma supo apreciar que los asistentes al acto fueron una vez monos de pelo en pecho y por todas sus partes.

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