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La iglesia católica, en la picota

Carlos Castañosa

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El escándalo secular por los innumerables casos de pederastia cometidos a lo largo de la Historia por sacerdotes corrompidos, está pasando una dura factura a la Iglesia Católica, imposible de eludir.

Es incómodo y desagradable hablar de esto, por la amargura que produce calcular la terrible desgracia que supone la infancia quebrada de tantas víctimas por este grave crimen de lesa Humanidad. Según los números actuales que están aflorando en varios países, incluido el nuestro, no es juicio temerario calcular en millones los damnificados que, a lo largo de los siglos, han visto destrozada su vida por el depravado ataque de quienes, en nombre de Dios, debían ser modelo de virtud y ejemplo de todos los principios morales predicados cínicamente desde un púlpito.

Sería imprudente catalogar a todos los curas como depredadores de niños. Todo lo contrario. Cualquiera de nosotros ha tenido oportunidad de conocer a sacerdotes íntegros, cuya calidad humana rebasa los límites de sus sagrados votos, con bondad y sano amor al prójimo, con entrega y abnegación ejemplares. Así son la mayoría de ellos… seguro. Pero la denigrante minoría de unos engendros demoníacos, abyectos criminales, es capaz de cargarse el prestigio de una religión bimilenaria.

El Papa Francisco está sufriendo la vergüenza de tener que reconocer la multitud de “casos puntuales” que se han pretendido camuflar para proteger el buen nombre de la santa madre iglesia; con la nefasta consecuencia de la impunidad para execrables delincuentes, en perjuicio de sus víctimas.

Está bien eso de pedir perdón; pero el mea culpa no sirve para nada. Si tras romper un jarrón le digo: “perdona, jarrón”, los añicos no se recomponen por arte de magia. El daño masivo inferido a tantos inocentes indefensos es irreparable, y ninguna medida ni arrepentimientos pueden mitigar su drama.

Es insólito que quienes van de ministros de Dios, confesando a pecadores, absolviendo sus pecados e imponiendo penitencias, se ganen tan a pulso su condenación eterna porque, si de verdad existe la justicia divina, no habrá piedad para estos monstruos del averno, al que irremisiblemente volverán y del que nunca debieran haber salido.

Hay otros daños colaterales añadidos al infame destrozo psicosomático sufrido por menores destruidos con vileza en los albores de sus vidas. Está claro que la moral de los verdaderos creyentes se resiente ante tan escandaloso crimen colectivo, a veces justificado ofensivamente por algún prelado irresponsable con declaraciones públicas, obscenas e inaceptables. Es lógico que la “clientela” vaya abandonando un chiringuito que terminará por vaciarse.

La impresión, a pesar de los esfuerzos del Papa Francisco, sin duda desde su buena fe, es que tiene difícil solución. O más exacto, que no tiene arreglo posible. En todo caso se podrían disminuir fechorías futuras. No solo con las medidas coercitivas de tolerancia cero; o que sea la Justicia la que aplique el Código Penal, o que el delito no prescriba porque los nocivos efectos sobre las víctimas son de por vida. Sino que habría que profundizar en el origen de la barbarie y los posibles motivos que inducen esta inhumana atrocidad.

Es evidente que el celibato forzoso puede desequilibrar algunas mentes hasta convertir al hombre en un psicópata sexual. La abstinencia carnal voluntaria puede tener motivos personales de control sobre supuestas debilidades pero, como el ayuno, solo es aceptable eventualmente, no a perpetuidad porque agrede al concepto de vida como aberración contra natura. El apetito sexual es un mecanismo fisiológico tan natural como la sed o el hambre. Todo ello encaminado a la supervivencia individual y de la especie.

El gran error organizativo de la Iglesia Católica debió ser prohibir en su día el matrimonio e imponer el celibato forzado a sus sacerdotes. No se puede averiguar el porqué de esa imposición, ni cuándo se decretó como norma sin alegación de motivos. No tiene ningún sentido, habida cuenta que, al parecer (“Diccionario filosófico” de Voltaire), los apóstoles, predecesores del sacerdocio, con San Pedro en plan piedra sobre la que construiré mi iglesia, eran hombres normales, algunos casados, y otros hasta con su rollo correspondiente.

¡Ojo! No sea cosa que la profecía de Nostradamus sobre la inminente desaparición de la Iglesia sea algo más que una broma. Antes de que tal sucediera, convendría “abrir la mano”, normalizar la entidad humana de los clérigos y derogar la nefasta imposición que contradice el sentido común y al doble imperativo “creced y multiplicaos”… Más que nada, para ayudar a S.S. Francisco a que sus medidas contra la pederastia sean eficaces sin paliativos. Y ya de paso, evitar la anunciada demolición del Vaticano.

Amén.

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