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El mito de la triple paridad

Andrés Campos Palacios

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Los pueblos se reconocen en sus mitos, que les conectan con sus orígenes. Como un reflejo del territorio mítico en la política cabe situar el concepto canario de la triple paridad electoral, que se esgrime como un dogma casi religioso siempre que resurgen demandas para avanzar en algo tan de sentido común como es que la asamblea legislativa refleje y represente de una forma razonable la voluntad democrática de los ciudadanos.

Se dice que los mitos tienen alguna base real, aunque esa realidad se haya desvanecido en el tiempo y permanezca solo como una leyenda incorporada en el sentimiento comunitario. El terreno mítico en el que se inscribe la triple paridad tiene que ver con un concepto según el cual la comunidad canaria nace y vive en el conflicto interno permanente, en la rivalidad, en la traición y en la desconfianza entre las islas capitalinas, así como en la explotación y en el menosprecio de las islas capitalinas hacia las islas periféricas.

A la historia le corresponde aclarar si esa fue alguna vez el alma que marcó el devenir de Canarias, fruto de luchas entre islas por ganarse los favores de la Corona. A la política le corresponde solucionar ya, de una vez por todas, el atraso que supone que ese concepto mítico haya quedado perpetuado en el sistema electoral.

Vale la pena recordar en qué consiste la triple paridad, un concepto que presenta a las islas como los enemigos que tras la batalla acuerdan un armisticio equilibrado para garantizar que nadie destruye a nadie: ¿Tenerife contra Gran Canaria? Demos los mismos diputados a cada una; ¿las islas capitalinas contra las no capitalinas? los mismos diputados; ¿una provincia contra la otra? los mismos diputados.

El mito se ha impuesto sobre la realidad: no existe un triple conflicto que sea necesario equilibrar con una triple paridad. Los ciudadanos lo saben y los políticos lo saben. Pero advertir del enemigo exterior (que en este caso es interior, porque, aunque de otra isla, también es canario) siempre ha sido un excelente catalizador de voluntades en defensa de intereses silenciados.

Al menos desde que hace más de 35 años accedió a la autonomía, Canarias es un único sujeto político. Las islas no compiten entre sí para lograr dádivas del benefactor o maligno “Madrid”, sino que trabajan juntas bajo los principios de cooperación, solidaridad y desarrollo social en común. Así ocurre entre los ciudadanos, las empresas y la sociedad civil organizada, incluso entre la clase política. Lejos de vivir recluidos y agazapados cada uno en sus islotes, se comunican sin obstáculos, se trasladan, se juntan, se mezclan y se relacionan con sus semejantes de todo el archipiélago. Los intereses y anhelos de unos y de otros no son unívocos ni homogéneos en función de territorios.

Quizás por eso en 35 años de Parlamento no hay rastro de votaciones de unas islas contra otras ni de unas provincias contra otras. En una asamblea legislativa los conflictos se resuelven entre grupos parlamentarios con diputados elegidos por procedimientos democráticos. Así pues, el triple conflicto que necesita apaciguarse con una triple paridad queda solo como una ficción, que sin embargo resulta útil para unos pocos que quieren preservarla tallada en piedra como un reparto territorial de escaños cual botín.

Para que una asamblea pueda llamarse democrática no basta con que los ciudadanos sean convocados a las urnas. Es preciso que la conversión de los votos en escaños refleje la voluntad de esos ciudadanos desde un criterio de igualdad. Y eso no ocurre necesariamente en el Parlamento de Canarias. La distancia sideral del valor de los votos según donde esté cada cual empadronado y las barreras infranqueables han llevado a lo largo de la historia autonómica a deficiencias recurrentes en la traslación de la voluntad ciudadana a la cámara legislativa que en general han sido obviadas.

Pero en las últimas elecciones de 2015 la legitimidad del sistema electoral, y con él la del Parlamento de Canarias, saltó definitivamente por los aires. Fue evidente para todos y no se pudo ocultar: que el tercer partido en votos sea el primero en escaños, con un 20% más de ellos, no es un desajuste puntual, es un fallo democrático grave; que en una circunscripción un partido se quede sin un escaño para que se lo atribuya otro con menos votos es una transgresión de la voluntad popular y una vulneración de derechos básicos; que el 0,6% de los votos permita controlar el 5% del Parlamento mientras se excluye a un partido con el 5,9% desbarata el principio de representación y desalienta la participación política.

Ahora el Parlamento de Canarias, elegido con esos mimbres, se plantea una reforma que nominalmente acaba con la triple paridad, aunque la mantiene soterrada bajo nuevos ropajes. La propuesta, básicamente, consiste en dejar a los 60 diputados distribuidos territorialmente tal y como están, pero rebajando las dos barreras electorales existentes, que habían sido elevadas hasta la estratosfera en 1995 en una vuelta de tuerca más contra la representación democrática. También se da un diputado más a una isla por su aumento de población: se podría bromear con que el octavo diputado que gana Fuerteventura será el único elegido con criterio poblacional de toda la cámara. La tercera novedad es añadir otros nueve nuevos escaños que, aunque no se dice explícitamente, están destinados a las dos islas capitalinas. Como nueve es un número impar de diputados imposible de repartir equitativamente entre Tenerife y Gran Canaria, se distribuyen con un complejo sistema llamado colegio de restos, difícil de entender y de explicar, lo que no ayuda a la popularidad de la reforma. Se argumenta para defender estos nueve diputados que suponen “un avance en la proporcionalidad”.

Ya se ha demostrado con números la capacidad del nuevo sistema electoral para mantener los mismos efectos perversos que el vigente, quizás algo más matizados. El concepto es el mismo: insularidad, desconfianza y ciudadanía mal representada.

La comisión del Parlamento de Canarias que estudia la reforma del sistema electoral ha sido por ahora incapaz de salir de ese terreno mítico fundacional de Canarias como región de conflictos y traiciones entre islas. El principio que ha guiado los trabajos y que se ha querido preservar desde el comienzo no ha sido el democrático. Ha sido la preservación de lo que hay: la disparatada y sacrosanta distribución de los sesenta escaños ya existentes. Lo más importante ha sido que nadie se moleste. A partir de ahí solo queda sumar diez diputados más para que parezca que amanece la democracia.

Como en tiempos de crisis social cargar con más sueldos, más dietas y más gastos a los vacíos bolsillos de los ciudadanos da un poco de apuro, algunos insisten, en contra de la razón y de las matemáticas, en que no costará ni un euro más mantener este sistema electoral deficiente ampliado con diez diputados. Quizás los ciudadanos aceptarían sufragar gustosos esos nuevos representantes si eso realmente se tradujera en conseguir un Parlamento con una representación más democrática (ayudaría que los diputados demostraran un poco más de austeridad en sus dispendios actuales). Pero es dudoso que los defensores del nuevo marco encuentren a alguien dispuesto a pagar más por un producto que en esencia deja las cosas como están y encima con diez bocas más que alimentar.

Si la anunciada reforma queda en esto, su efecto será perverso: bloqueará una verdadera reforma democrática puede que por otros 35 años. Algunos con buena fe argumentan que es un modesto primer paso, que al menos se altera la intocable triple paridad y que se abre la puerta a que en el futuro haya más avances. Pero la triple paridad no desaparece, sigue rigiendo impertérrita en el 85% de los asientos. Por lo demás, es muy difícil concebir que en la próxima legislatura o en la siguiente vuelva a abrirse una nueva comisión para reformar el sistema ya reformado. Y en todo caso, ¿en qué se traduciría esta vez? ¿subimos a 80 diputados pero no me toques mis 60? Ni siquiera sería deseable una reforma sobre la reforma, puesto que por salud democrática un sistema electoral debe ser estable, bajo la premisa de que sea representativo, claro está. Sobre la triple paridad no se puede edificar un sistema electoral proporcional, salvo aumentando los escaños una y otra vez.

La esperanza en que el Parlamento de Canarias sea capaz de reformarse y así legitimarse es poca. Sobre todo porque en este revestimiento de la triple paridad han venido a confluir partidos a la izquierda y a la derecha, nuevos y viejos. Paradójicamente, quedan aún por sumarse los más beneficiados: faltan los dos que aparentemente aún no se han dado cuenta de que les están ofreciendo cambiar para que nada cambie.

Aun así, todavía hay tiempo para acordar un sistema razonable que combine la presencia de representantes insulares con representantes regionales. El consenso es deseable, pero la democracia está antes. Propuestas hay y los diputados las han escuchado. Por ejemplo, un Parlamento de 60 diputados (no hay necesidad de ampliarlo) en el que, con barreras de acceso mínimas, se elija en cada isla un número pequeño de representantes (puede que dos, puede que tres) y el resto (46 o 39 escaños) por una circunscripción regional en la que los candidatos sean simplemente canarios, de cualquier isla, no solo de las capitalinas.

Sería un buen punto de partida para hablar sobre cómo construir una cámara representativa. Para eso hace falta un poco de audacia, la altura de miras que se debe suponer a todos los representantes de lo público y determinación en la defensa de principios democráticos. Pero sobre todo generosidad por parte de los actuales sesenta diputados. Quizás no todos sus escaños queden salvaguardados, pero sin duda muchos ciudadanos, y quizás la posteridad, reconocerá su compromiso democrático.

Ojalá los sesenta hombres y mujeres que tienen esta responsabilidad en sus manos sean los fundadores de un nuevo mito.

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