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El odio en la cosa pública

José A. Alemán / José A.Alemán

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Lo que no se puede hacer con el odio es trasladarlo al análisis político porque es fácil equivocarse en las apreciaciones. No es que niegue a los políticos, líbreme Dios, su derecho a odiar o a ser odiados sino que desde el punto de vista del análisis y de la opinión lo relevante no es si Fulanito y Menganito no se pueden ver ni en pintura sino si las críticas que hacen el uno del otro son razonables, justas y verdaderas.

Viene esto a cuento de la arremetida de Barragán, portavoz parlamentario del nacionalismo y dos piedras, contra Román Rodríguez por sus críticas a CC. Dijo que Román las hace por odio a la coalición nacionalista con lo que se sitúa el dicho Barragán en el nivel más bajo de la argumentación política. El odio quizá no esté fuera de lugar en los pueblos chicos, donde con frecuencia emergen animadversiones familiares heredadas de los abuelos, pero no nos vale a escala regional; salvo, claro, en los editoriales pepitianos.

Quiero decir que, a estas alturas, poco interesa que haya o no odio o amor y sí que las críticas tengan fundamento objetivo. Esto es lo que habría que valorar. Sobre todo si quien sale con ésas es portavoz de la fuerza política que preside el Gobierno de Canarias.

En hablando de simpatías o de antipatías, les pondré el caso práctico de José Miguel Suárez Gil, vicepresidente de la Cámara de Comercio de Gran Canaria. Suárez Gil obtuvo contra CANARIAS AHORA y contra mí una sentencia condenatoria en primera instancia en defensa de su honor. Hubo recurso y tanto este periódico como yo resultamos absueltos. Suárez Gil recurrió al Supremo que no sólo ratificó la absolución sino que lo condenó al pago de las costas.

Durante todo ese tiempo tuve entre mis papeles notas acerca de su comportamiento con la que fuera su mujer. Prefiero no entrar en detalles y limitarme a que en el acuerdo de divorcio Suárez Gil firmó un pagaré que lo obligaba a un determinado pago. Se venció el plazo y el banco no lo abonó por orden suya y le cargó a ella los gastos de devolución. Hubo juicio y el juez le ordenó pagar, cosa que no ha hecho según he podido saber.

No utilicé esta información porque, en principio, aparte de la incomodidad que me producen estas cosas, la consideré (sin pensármelo mucho, también es verdad) asunto de su vida privada. Que lo es hasta cierto punto porque Suárez Gil es hombre público, representante del empresariado al que, como tal, debe exigírsele un grado de ejemplaridad suficiente para cumplir los compromisos asumidos y más si hay de por medio un pronunciamiento judicial en ese sentido. Poco importa que mi aprecio por el personaje sea el que es: lo que interesa es si el hecho es cierto y si, de serlo, como he podido comprobar, resulta de recibo semejante conducta en un representante oficial del empresariado y de una institución como la Cámara de Comercio. No hay delito ni es nada que no ocurra todos los días, bien sabemos; tampoco entro en sus razones, pero convendrán en que deja mucho que desear por su significación social como representante, se quiera o no, de un colectivo.

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