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Las olvidadas de Canarias

Alberto Rodríguez

Santa Cruz de Tenerife —

Con el corazón aún encogido por las noticias que nos iban llegando de París, el pasado sábado no podíamos dejar de ir a la IV Marcha por los derechos de las personas con discapacidad que diversos colectivos convocaron en Santa Cruz de Tenerife, quizá porque, como reclamaban, siguen igual que cuando se aprobó allá por 1982 la LISMI, y eso es mucho tiempo reclamando que se respeten sus derechos, que no les olviden.

Tener una discapacidad te hace la vida más difícil, más si eres dependiente. Resulta complicado para la persona y para su entorno cercano. Pero no por el hecho de serlo, sino por las políticas psicópatas de los “gobiernos del sufrimiento”, como me gusta definirlos. O tal vez como se definen ellos mismos con sus actuaciones. Y en Canarias es todavía peor.

Para empezar, un canario o canaria dependiente tiene cuatro veces menos posibilidades de ser atendido que en cualquier otra parte del Estado. Pocas personas, que no se hayan visto en la situación, se imaginan el entramado de administraciones y trámites burocráticos por los que hay que pasar para conseguir algo de ayuda, y menos el tiempo que hay que invertir en ello. Tampoco pasar por esto te asegura que vayas a tener acceso a una vida digna. Más de cuatro mil personas en Canarias desde 2010 murieron sin llegar a recibir la ayuda a la que tenían derecho. Por ley.

En Canarias, más del 50% de las personas dependientes están desatendidas, colocándonos, para no variar, en la Champions League de las miserias a nivel estatal y europeo. Un dato significativo para entender mejor la situación: El gasto medio en dependencia por habitante en Canarias es de unos 39€ frente a los 110€ de media en el Estado español. Todo ello según datos del Observatorio de la Dependencia de la Asociación Estatal de Directores y Gerentes de Servicios Sociales.

Detrás de estas estadísticas escalofriantes, hay personas de carne y hueso, familias. Y sobre todo mujeres, sobre las que suele recaer con triste normalidad todo el peso de los cuidados que el Estado nos niega. Por eso, la atención a la dependencia no es sólo una cuestión democrática básica, que lo es, sino también un campo de batalla para la igualdad real entre hombres y mujeres, un nicho de empleo público y de calidad gigantesco, que sacaría del paro y la miseria a miles de personas, que facilitaría la vida de otras tantas a lo largo de todo el archipiélago, de todo el país.

Y como todo en esta vida, tiene responsables. Esta realidad no cayó del cielo ni tiene orígenes divinos. Los responsables únicos y directos son el Gobierno de Canarias y el Gobierno de España, que jamás se han tomado el serio este drama y que se han preocupado más de desviar dinero a sus cuentas corrientes en Suiza, a construir puertos que nadie necesita o a financiar sus campañas electorales. Porque la Ley de Dependencia, a la que con tanta dureza han atacado los recortes, se aprobó en 2006, cuando la austeridad no se ensañaba con los presupuestos públicos. Fue en este momento cuando el Gobierno de Canarias decidió que no se trataba de un asunto prioritario, generando esta enorme desigualdad territorial que resulta totalmente inaceptable.

Por eso mucha gente, cada vez más, lo tiene claro. Como la mujer que me agarró del brazo en la marcha, y con la mirada fija, me dijo: “Mi niño, por Dios te lo pido, ganen y metan dinero en esto, financien la Ley, que ya no aguantamos tanto sufrimiento”.

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