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La piedra Rosetta de Fuerteventura

Juan Octavio Hernández

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Hemos leído la pasada semana una nota de EFE que anunciaba de manera algo sensacionalista la publicación del descubrimiento de una “piedra Rosetta” en un panel de inscripciones de El Cuchillete, en Fuerteventura, donde estaría escrito en caracteres de dos alfabetos distintos un mismo texto. Según José Juan Jiménez González, Conservador del Museo Arqueológico de Tenerife, y Antonia Perera, jefa de Patrimonio del Cabildo de Lanzatote,  se trata de una inscripción en líbico-latino que pone “hijo de Makuran y de Timamasi, hija de Timamasi” y debajo en líbico-bereber leen “hijo de Makuran”. Ambas autoridades de la arqueología canaria se suman así con pocos matices a la hipótesis defendida por Werner Pichler, activo miembro del Institutum Canarium trágicamente fallecido en 2011, quien primero hizo esta lectura y la publicó en 1994-95 tras haber descubierto el panel un año antes (su estudio se tradujo al castellano en 2003, por Marcos Sarmiento). Por tanto, Perera y Jiménez solamente vuelven a poner de actualidad una ya vieja interpretación cuya autoría debemos enteramente a Pichler. 

En el año 2010 tuvo lugar en Arrecife el VII Congreso de Patrimonio Histórico, dedicado a “Inscripciones rupestres y poblamiento del Archipiélago canario”. Allí presentó una meritoria ponencia el profesor de la ULPGC  Manuel Ramírez Sánchez, titulada “Tres décadas de debate sobre las supuestas inscripciones latinas de Lanzarote y Fuerteventura”. En dicha exposición, el doctor en Historia cuestionaba cualificadamente la adscripción de caracteres como los de El Cuchillete a la lengua latina y concluía: “Es evidente que todos reconocemos en los signos alfabéticos que han sido estudiados por una decena de colegas varias letras que nos evocan el alfabeto latino, pero ello no puede ser utilizado como excusa para denominarlas con un término que pueda ser considerado como sinónimo, ni de alfabeto latino, ni mucho menos, de la lengua latina”.

Otra puntualización notable que hizo Manuel Ramírez en el asunto que nos ocupa fue que dichas inscripciones no estaban escritas en letra minúscula, sino en mayúsculas: “[…] la mano que ejecuta estos letreros hallados en Lanzarote y Fuerteventura no utiliza como polo de atracción gráfica la escritura minúscula, y por tanto cursiva, sino una escritura capital epigráfica, con trazos marcadamente geométricos, en los que las líneas rectas prevalecen sobre las líneas curvas”.

Perera y Jiménez, como Pichler, no parecen haber reparado en estas objeciones antes de dar difusión a su interpretación. El formato gráfico de las letras tal y como hoy las conocemos es una evolución moderna relativamente reciente del alfabeto latino para adaptarlo a la imprenta. La letra T que evoluciona a partir de un signo o marca en forma de cruz de antigüedad milenaria no poseyó una forma minúscula hasta época carolingia, cuando se crea la minúscula carolina a partir del siglo IX, que es el origen de las minúsculas modernas. La mayor parte de la literatura romana conservada fue copiada en formato carolingio, que condujo a muchos calígrafos y grafólogos a creer que el latín original se escribía así. Muchos de nuestros textos antiguos fueron reescritos en el Renacimiento con grafías minúsculas más evolucionadas que las originales. De hecho, debe considerarse relativamente moderno el trazo de la t minúscula que imita el símbolo cristiano de la crucifixión, un contenido por demás totalmente ajeno al origen de la letra T capital, que es muy anterior a Jesucristo. La t minúscula carolina traslada la tau griega, sin segmento vertical superior sumado sobre el palo horizontal. Por tanto, de ser una t la lectura correcta habría que explicar la grafía moderna que presenta en el panel.

Evidentemente, esta observación acerca de la génesis de la t minúscula cuestiona abiertamente la lectura “Timamasi” que hacen estos autores. No sólo hay una manifiesta objeción por haberse leído como letra inicial minúscula en una palabra escrita en mayúsculas, sino que viene a liquidar su hipótesis el hecho contrastable de que esta grafía leída como latina no fue nunca empleada en tiempos romanos, sino es una evolución originada en la escritura carolingia, cuya difusión es en todo caso posterior al siglo IX. La explicación más simple es que se está leyendo e interpretando mal.

Hace unos años, cuando estudiaba el pretendido nombre indígena de Lanzarote, Tyterogaka, que aparece manuscrito en caracteres latinos en la crónica más fiel de la conquista normanda atribuida a Gadifer (Le Canarien G), me di cuenta de que la letra minúscula k de ese nominativo era un absoluto exotismo en el francés de la primera mitad del siglo XV, cuando fue escrita, exactamente como ocurre con su uso en castellano. La letra K en francés es muy rara y, de hecho, se usa casi exclusivamente para trasladar nombres extranjeros, es decir, para indicar precisamente la naturaleza exótica de lo que se escribe. Lo mismo sucedía cuando el latín era una lengua viva: los romanos apenas escribían con K para trasladar palabras del griego y usaban, en su lugar, la C o la Q como las grafías propias comunes en su lengua. Esta observación invita al escepticismo sobre la lectura “Makuran” que hacen Pichler, Perera y Jiménez, pues todos parten de que la grafía en arco del supuesto alfabeto representa una K y no una C. Pichler explica que la forma usual de la consonante en las inscripciones de Fuerteventura y Lanzarote no es curva, sino angular, de ahí que la asocie figurativamente con K y no con C. Lo cierto es que para un escritor que hubiera aprendido a escribir su lengua con caracteres latinos por la influencia romana en el Norte de África a principios de nuestra era no habría ninguna razón, ni práctica, ni cultural, para escribir el nombre de su pariente, o cualquier otro, con una letra exótica como la K, que sólo usaban los romanos eruditos en muy contadas y raras ocasiones para transcribir nombres o palabras que les resultaban ajenos.

A más abundamiento, el propio nombre “Makuran” es una invención que parece una asociación con el “Acorán” de las fuentes etno-históricas, una voz viva hace cinco siglos que posteriormente unos no hablantes de la lengua indígena intentaron transcribir en castellano según les sonaba al oído. “Acorán” no es una palabra genuinamente indígena, sino una transcripción inexacta hecha por extranjeros para evocarla en una lengua distinta, el castellano. Y “Makuran” ha de abordarse dentro del mismo esquema explicativo: no es una voz auténtica de ninguna lengua hablada, sino una transcripción moderna en una lengua distinta. De manera que se está atribuyendo a un supuesto escritor de hace dos mil años una expresión y pronunciación impropias que en realidad fueron introducidas por no hablantes mucho después, hace entre quinientos y cuatrocientos años. En el panel de El Cuchillete se pretende leer en unos signos una palabra que no es otra cosa que una creación y deformación moderna que no perteneció a ninguna lengua hablada de las islas antes de la Conquista, sino entró en nuestro vocabulario a través del castellano.

Lo dicho basta para poner en cuarentena la lectura propuesta: en el panel de El Cuchillete nadie escribió “Timamasi” (con t minúscula carolina) ni tampoco “Makuran” (con k exótica y pronunciación castellana). No sabemos qué pone ahí, pero no está en en caracteres latinos, ni escrito con minúsculas. Toda la hipótesis construida sobre esta lectura es probablemente un acercamiento erróneo, incluso ingenuo, a la cultura y el poblamiento indígena de Canarias, cuyas incógnitas siguen sin solución por la vía de la interpretación epigráfica, que probablemente no es el mejor camino, ni el más viable, para conocer nuestro pasado. Así que todavía nadie ha descubierto un texto que permita descodificar antiguas inscripciones alfabéticas de Canarias. Ojalá fuera cierto, pero la enorme dificultad de la empresa invita a un poco más de humildad y a menos ansias de titulares.

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