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Una política mejor

Ana Oramas

Lo hemos repetido muchas veces, demasiadas, pero la respuesta es siempre la misma: el silencio. Hemos reprochado en tantas ocasiones la ausencia de diálogo por parte del Partido Popular, que apenas tiene ya importancia que la fuerza política que gobierna en este país con mayoría absoluta haya zanjado el debate de las enmiendas a los Presupuestos Generales del Estado de 2015 sin aceptar ni una sola de las miles de propuestas planteadas por el resto de los grupos. Es una situación tan común en esta legislatura, que ya no sorprende. La noticia sería todo lo contrario, pero casi nunca sucede.

Que la crisis más agresiva que hemos vivido durante la democracia haya coincidido con un gobierno que goza de una amplia mayoría absoluta ha provocado que a la preocupación que viven millones de personas por la pérdida de su empleo o su vivienda se haya sumado una crisis de carácter político sin precedentes. La desconfianza de los ciudadanos hacia quienes somos sus representantes públicos era desoladora en 2011, pero la crispación ciudadana que hoy se vive, mucho más aguda que hace apenas tres años, tiene su origen en la irrupción de nuevos casos de corrupción que se han fraguado después de iniciada la crisis y, además, en la percepción generalizada de que el Gobierno está cada día más lejos de los ciudadanos y que las críticas en las calles no son tenidas en cuenta por el gabinete que preside Mariano Rajoy.

La salud de la democracia exige enfrentarse a una crisis política que no deja de crecer. Remar en la dirección contraria y esperar a que la tormenta amaine es un error tantas veces cometido por el Gobierno, que los ciudadanos han dicho basta. La contestación y el descrédito siguen creciendo en las encuestas. Ya nadie se cree los cantos de sirena del Gobierno sobre la inminente recuperación económica y produce desazón comprobar que el 61 por ciento de los ciudadanos reconozca que su presidente, Mariano Rajoy, no le inspira ninguna confianza.

Pese a la crudeza de los datos que arrojan las encuestas del CIS o los estudios de opinión que publican los medios de comunicación, el Gobierno continúa adelante como si viviera en una realidad paralela. Nada ni nadie se mueve de la foto ni en el Ejecutivo ni en el Congreso. El disenso no está permitido entre quienes han decidido refugiarse en los despachos del Gobierno y en sus escaños para no tener que justificar sus decisiones. Y la consecuencia es que la distancia entre quienes realizaron tantas promesas incumplidas y los ciudadanos se sigue agrandando.

La democracia vive un proceso de deterioro que es preciso atajar para evitar que la frustración siga avanzando. Y para ello es preciso que el Gobierno se despoje de la máscara protectora que le impide mirar a la cara a los ciudadanos, que los partidos cambien y que la gente vuelva a percibir que los políticos trabajan para ellos, no para mercados ni para entidades supranacionales cuyos objetivos son totalmente opuestos a los que demanda un país que vive sumido en una profunda crisis.

Esta semana hemos vivido en el Congreso uno de los episodios más gráficos sobre la impotencia y la decepción que provoca a todos los grupos el muro con el que siempre chocamos cuando intentamos dialogar con quien se resiste a hacerlo. Todos teníamos sobre nuestra mesa los datos de la encuesta del CIS. Todos habíamos leído que la mitad de los encuestados opina que su percepción sobre la situación política es muy mala y que el 31 por ciento opina que es mala. Todos habíamos encajado un nuevo golpe, pero el guión volvió a ser el mismo en el Congreso.

Que nos encontramos en el filo de dos épocas, como explica el politólogo de Podemos, Iñigo Errejón, lo decidirán los ciudadanos en las urnas en apenas unos meses. Sin embargo, no es necesario esperar a que se celebren unas elecciones para entender que la realidad ha comenzado a cambiar. La ruta que han de seguir todas las fuerzas políticas, sean o no las denominadas como tradicionales, es clara. Quienes transiten por ella tendrán una oportunidad de reconciliarse con la ciudadanía, mientras que aquellos que se empeñen en continuar por el mismo sendero como si nada hubiese ocurrido están condenados al fracaso.

La realidad es muy tozuda y, aunque algunos pretendan disfrazarla con grandilocuentes anuncios económicos, se termina colando en nuestras vidas con escenas que nos recuerdan que seguimos viviendo en un país profundamente enfermo. Ya no basta con reformas que nunca terminan de concretarse. Hay que tomar medidas que sean ejemplares y creíbles. Tenemos que ser capaces de crear algo mejor y construir con parte de los pilares que hemos heredado una sociedad más comprometida, con un Gobierno más transparente y más abierto a la participación ciudadana.

Todo está en fase de revisión. Y el inmovilismo en política se castiga hoy con la huida de electores que buscan desesperadamente recuperar la confianza en el sistema y refugiarse en fuerzas que, aunque ofrezcan promesas imposibles, le devuelvan la ilusión y la esperanza tras una larguísima crisis económica y política. Y quienes no quieran ver ni palpar esa realidad no merece seguir al frente de un Gobierno que no comparte las mismas preocupaciones que los ciudadanos a los que representa.

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