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Sobre la turistificación de la ciudad

Ana Tristán

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A menudo caigo en el tópico de ver las grandes ciudades y metrópolis como aglomeraciones enfermizas, tecnológicamente narcisistas y plegadas sobre sí mismas. Las ciudades llenas de gente cargando maletas pa´ arriba y pa´ abajo, de guías turísticos, de gente que corre y teclea, que vende, que compra, que pide, que viene y que va sin mirar.

A esta visión de la ciudad como artificio inhabitable anteponía yo la vida apacible, cercana y hermosa del campo. Hasta que me mudé al campo.

Entonces sentí la dureza - negativismo del campo como nido de aburrimiento, cotilleos, dificultades, falta de agua, de cobertura, wifi, de supermercados y de gente con la que hacer cosas.

La imagen bucólica con la que había llegado acerca de la “comunidad” era en realidad otra forma de egoísmo. Quiero decir que ayudas al vecino, aunque te caiga fatal, por supervivencia más que por fraternidad. En una ciudad de miles de habitantes puedes sortear a tus vecinos y elegir afinidades. Si somos diez habitantes en todo el pueblo, es otro cantar.

Ahora que en cada vez más ciudades brotan hoteles, bazares Asia y take away, la sensación de invasión turística se ha agudizado en poco tiempo. La vida se turistifica, la comida se plastifica y transgeniza a niveles intergalácticos, los precios suben y los vecinos empobrecen hasta desaparecer entre especulación, facturas y abandono gubernamental. La ciudad torna cada vez más invivible.

Tras la crisis de 2008 y el pinchazo de la burbuja inmobiliaria, la costumbre de hipotecarnos hasta la médula fue remitiendo a golpe de embargos, despidos, desahucios y pobreza estructural. Entre discursos que culpaban a la población de haberse endeudado por encima de sus posibilidades y otros que reclamaban a los bancos el haber concedido préstamos e hipotecas sin garantía de viabilidad, la crisis pasó a segundo plano.

Tras diez años de desaceleración de la economía (en lenguaje de la pos-verdad), todo apunta a que estamos en una nueva burbuja inmobiliaria. Con la diferencia de que ahora nos ha dado por alquilar y viajar en busca de alguna odisea que mitigue el aburrimiento de existir. Ahora, inversores y particulares se dedican a comprar pisos y edificios que destinan al negocio del “alquiler vacacional”.

Los turistas de todo el mundo se comunican por AinBnb y otras plataformas digitales. Hay, de hecho, una nueva categoría social que denomino “los viajantes”. A diferencia del turista, el viajante no está de vacaciones, se desplaza por trabajo, porque son instagramers, youtubers, futbolistas, por teletrabajo o porque realiza actividades en continuo movimiento.

En definitiva, las ciudades se llenan de extranjeros adinerados y los vecinos resisten hasta que no pueden hacer frente al alquiler, las facturas y al precio de los cafés. Produciéndose lo que la socióloga Saskia Sassen denomina “expulsiones”. Expulsiones que parecen no tener un centro. ¿Quién expulsa al vecino y al pequeño comercio en la ciudad global? ¿Los bancos, las inmobiliarias, los inversores, los turistas, los ayuntamientos, las eléctricas?

Sassen denomina “formaciones predatorias” a esa especie de internacional coalición entre políticas públicas, tecnología financiera al servicio de grandes fortunas y corporaciones, planes de reestructuración del FMI y el Banco Mundial, especulación en el mercado de tierras, etc.

La gentrificación se ha convertido en una plaga en parte del mundo. Gentry significa en inglés “alta burguesía”. La tendencia al alto aburguesamiento de las clases sociales, y de las ciudades que habitan, no es nada nuevo. Las clases bajas tienden a ascender socialmente y ese ascenso social se ha representado a través de la cercanía a los centros de poder y riqueza, de los gustos elevados, los ropajes y coches de marca y la distinción (P. Bourdieu, 2012). Casi nadie aspira a descender, salvo, que yo sepa, por voluntad ideológica o existencial. Véase el neo ruralismo que ya profetizara Evaristo Páramos: “Voy al campo, abandonaré la ciudad, escapar del mundo de hormigón, acabar con esta situación, aburrido en tantas noches de evasión (..) Seré un jipi impresentable en sociedad”.

Mientras escribo, turistas y viajantes siguen llegando a las metrópolis internacionales a poner el huevo. A su paso cierran centros sociales, canchas de baloncesto, cutre-bares, colchonerías y descampados ideales para pasear al perro o tomar unos guanijei (en peninsular whiskecitos).

Se impone lo reconocible, higiénico, agradable. Los hoteles-parque temático, los Stradivarius con reggaetón, las hamburgueserías de diseño que crecen como champiñones.

A su paso predatorio, el campo parece quedar aún más lejos y vacío, más abandonado.

Hace unos días, andaba yo rumiando este artículo cuando cayó en mis manos el libro “La España vacía. Viaje por el país que nunca fue” (Ed. Turner), de Sergio del Molino. Leyéndolo recordé mi huida al campo, como reflejo de esa constante idealización de una Arcadia vinatera, amistosa y pastoril que llevamos en la imaginación.

Cuenta el autor, entre otros datos y anécdotas, que el proceso de homogeneización cultural que acompaña a la economía globalizada, no es mayor que el que acompañó al gótico o al románico en Europa.

Como cantaba Gardel, “el mundo fue y será una porquería, ya lo sé. En el quinientos seis y en el dos mil también”. Las estructuras de desigualdad obedecen a los mismos patrones, los márgenes siguen en los márgenes, cada vez más aislados, más despoblados, más sin wifi.

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