El poder del fútbol

Durante un rato, durante las casi dos horas y media que duró la final de la Liga de Campeones, el fútbol puso a todo el mundo, entre los seguidores del Manchester United y el Chelsea FC, a la misma altura. Sufrieron por igual, en plena entrega a sus colores, el multimillonario Roman Abramovich empeñado en conquistar Europa (a golpe de talonario) al mando del equipo londinense y cualquier anónimo jornalero de alguna factoría del condado de Lancashire seguidor de los 'diablos rojos'.

En plena tanda de penaltis, las cámaras de televisión enfocaron a un palco concreto del Estadio Olímpico Luzhniki. Allí, en la zona noble del recinto moscovita, Roman Abramovich [Saratov (URSS), 24 de octubre de 1966] ni se atrevía a mirar como un grupo de futbolistas, por los que ha desembolsado algo más de 800 millones de euros (más de 140.000 millones de pesetas) en los últimos cinco años, se jugaba el título de campeón de Europa, a cara o cruz, con el Manchester United.

Ganar la Liga de Campeones, el título que da acceso directo a la clase noble del fútbol del Viejo Continente (en 52 años 21 equipos han logrado tal distinción), ha sido siempre la gran aspiración de Abramovich, uno de los magnates más acaudalados del planeta que ha edificado su imperio sobre las privatizaciones, justo tras la caída del Muro de Berlín y el desplome del régimen soviético, del gas y el petróleo en Rusia.

De origen judío, huérfano a temprana edad y criado bajo la tutela de un tío, el primer negocio de Abramovich fue la venta de patos de goma. Luego llegó su asociación con Boris Berezovsky (exiliado en Londres tras enfrentarse a Vladimir Putin), la creación de la empresa Sibneft, la explotación de los recursos naturales rusos, la elección como gobernador de la región de Chukotka (una de las zonas más pobres de Rusia y en las que, nada más tomar posesión del cargo, construyó hospitales y escuelas), la opulencia monetaria y la posibilidad de darse más de un capricho.

Además de ser propietario del Chelsea, su empresa Sibneft controla la mayoría de acciones del CSKA de Moscú, ex club del ejército soviético y cuya sección de baloncesto, que creció con el histórico Alexander Gomelsky (ex del tenerife Número Uno y que falleció en 2005) en el banquillo, domina Europa.

Un ejemplo que ilustra a la perfección a Abramovich tuvo lugar el pasado 4 de mayo y con el CSKA por medio. El oligarca ruso se presentó en Madrid, para presenciar la final de la Euroliga, en la que el conjunto moscovita se midió al Maccabi de Tel Aviv. Confiado en la victoria de su equipo, que entrena Ettore Messina, alquiló para él solo y sus invitados una discoteca de la capital española y contrató el servicio de catering a Ferrán Adrià.

Sueño hecho trizas

El CSKA se proclamó campeón de Europa de baloncesto y poco más trascendió de la fiesta privada de Abramovich en Madrid. Pero este miércoles, 17 días después de aquella victoria moscovita, el Manchester United, el artilugio casi artesanal elaborado y tejido por Alex Ferguson (Glasgow, 31 de diciembre de 1941) durante los últimos 22 años, hizo trizas el gran sueño de Abramovich: repetir entorchado continental, pero en el fútbol.

Similares en potencial económico, Manchester United y Chelsea poco más tienen en común. De orígenes dispares y planteamientos diferentes, la victoria de los 'diablos rojos' representa el triunfo de un fútbol con aroma clásico: con un entrenador leal a una idea, donde la gente de la cantera (Brown, Scholes o Giggs) tiene un hueco y en un lugar donde se apuesta por contratar a jóvenes jugadores (Rooney, Tévez, Carrick, Cristiano Ronaldo o Nani) con hambre y que se moldean bajo la leyenda de la entidad.

El United ha multiplicado su palmarés y su potencial económico en las dos últimas décadas de una manera espectacular y digna de un meticuloso estudio. Nunca fue el equipo de la gente de Manchester (privilegio reservado para el City), su parroquia en la ciudad del condado de Lancashire siempre se nutrió de irlandeses o gente de diferentes puntos del Reino Unido que acudieron allí para trabajar en sus numerosas fábricas e incluso su estadio se ubica en Trafford, un barrio suburbano alejado del centro.

22 años brillantes

Con Ferguson (apodado La Secadora porque aseguran que cuando abronca a alguien lo hace tan cerca que se puede notar su aliento candente) al timón, con su apuesta por Eric Cantona y los Fergie Babes (canteranos como los hermanos Neville, Beckham, Butt, Scholes o Giggs), el United ha ganado, en los últimos 22 años, 10 títulos de campeón de la Premier (liga inglesa), cinco de la FA Cup (Copa de Inglaterra), dos de la Copa de la Liga, siete de la Communty Shield (Supercopa inglesa), dos de la Copa de Europa, uno de la Recopa, otro de la Supercopa de Europa y uno de la Copa Intercontinental.

Todo sin el respaldo de la billetera de un Abramovich que, a pesar de la derrota, sí ha convertido al Chelsea (club de uno de los barrios más pijos de Londres y con una historia poco brillante detrás comparada a la de los grandes británicos) en uno de los referentes de Europa, pero que aún se mueve a la sombra de un Manchester United que esta misma temporada también le mojó la oreja en la Premier, premio que le arrebató en la última jornada de la competición.

Y mientras Abramovich era incapaz, maniatado por los nervios y la tensión del momento, de seguir la tanda de penaltis, en otro punto del antiguo Estadio Central Lenin, en el gallinero más cercano a la portería donde todo se decidía, las cámaras de televisión también apuntaron a un aficionado desconocido del United que daba la espalda a la secuencia final de un intenso partido. Mientras sus compañeros de filas, algunos ya sin camisa y con alguna cerveza de más, se abrazaban en busca de un punto de complicidad para superar el momento, él desconectaba del drama y, para evitar sufrimientos mayores, se alejaba del trance.

Igual huía de la tensión del partido, pero al mismo tiempo los nervios probablemente le distanciaban de mil problemas cotidianos que tal vez, como a cualquier persona de a pie, le acechan: deudas, la crisis económica, problemas familiares, su relación con el jefe laboral, algún amor imposible o la resaca del día después. Pero, por un partido de fútbol, por el empeño en ganar, estaba al mismo nivel que Abramovich: inmovilizado por la angustia, sin querer mirar y entregado a su equipo.

Y a todas estas, John Terry, el capitán y único canterano de la plantilla del Chelsea, resbaló y falló un penalti. Y Van der Sar, que parecía incapaz de atinar un solo lanzamiento, adivinó la intención de un Nicolas Anelka eternamente apático. Y ganó el United. Y por mucho dinero que tenga, Abramovich salió perdedor. Y miles de simples asalariados de todo el Reino Unido habrán celebrado hasta el éxtasis total la victoria de su equipo ante el club de un ricachón. Y por eso es tan bonito este juego. Porque iguala a todo el mundo. Ese es el poder del fútbol.

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