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Coherente Rajoy

Mariano Rajoy en el Congreso de los Diputados.

José A. Alemán

Las Palmas de Gran Canaria —

Santiago Carrillo fue de los personajes más odiados por la ultraderecha española que lo culpaba de lo que hizo y de lo que no. Que anduviera de acá para allá con aire de jubilado inofensivo ponía de los nervios a los fascistas y a la derechona afín que le dedicaban sus más furiosas pintadas en las paredes de Madrid. Una de ellas apareció cierta mañana en la estación de Atocha: “Mataremos al cerdo de Carrillo”, advertía y allí permaneció reinando hasta que alguien, añadió: “¡Cuidado Carrillo! ¡Te quieren matar el cerdo!”.

El autor del aviso debió ser alguno de aquellos anarcos ocurrentes que tanto se divirtieron en la Transición. Muchos años después, en una de sus visitas a Las Palmas, invitado por la fundación Juan Negrín, el ya ex secretario del no menos ex PCE, me comentó socarronamente su agradecimiento a quienes le alertaron de que su animalito de compañía estaba en peligro.

En la misma clave de humor, negro en este caso, cuentan de la pintada aparecida estos días en Barcelona: “A nosotros sólo nos pegan los mossos d’esquadra”, proclama en clara reivindicación del derecho de los catalanes a que no les zurren sino los suyos. Caben, desde luego, otras lecturas pero hacerlas podría arrastrarme a espesuras conceptuales y a chocar con esos sentimientos nacional-patrióticos que andan sueltos. Los veo, a esos sentimientos, cargados de una subjetividad que no encaja en la racionalidad del constructo democrático, toma palabro; lo que ha impedido, en la actual edición del conflicto catalán, llegar a acuerdos que, en realidad, no quieren las partes que sólo buscan la derrota de la otra.+

Dos no se pelean si uno no quiere

Según el historiador José Álvarez Junco, los conceptos de democracia y nacionalismo no se llevan bien. La democracia es producto de la razón mientras que los nacionalismos rezuman sentimientos y emociones que se respetan pero no se discuten al estar fuera de unas coordenadas racionales. Así, ese diálogo que tanto invocan unos y otros en la actual confrontación catalana con el Estado español, apenas puede ir más allá de los asuntos presupuestarios, del alcance de las competencias, de la delimitación de los campos de las administraciones y su relación y en general todo lo que sea físicamente mensurable y palpable. Nada que ver, ya digo, con la carga subjetiva que aporta haber nacido en un lugar o en otro, junto al mar o en la meseta y crecido en un marco sociocultural determinado, pertenecer a alguna religión y todas esas cosas. Pudo ocurrir, por poner un ejemplo, que entre los nacionalistas catalanes hubiera quienes consideraran legítimo atropellar en nombre de Cataluña a la oposición en el Parlament para imponer las leyes impulsoras del procés para quienes sientan y creen de corazón, qué sé yo, que España les roba, por ejemplo. En este ejemplo, ficticio por supuesto, el sentimiento catalanista, el deseo de conseguir lo que se estima mejor para Cataluña, como librarse de los vividores del resto del país, ignoró las convenciones legales que protegen los derechos de los parlamentarios y el ejercicio de sus funciones.

Esta que acabo de decirles fue, sin duda, una de las primeras situaciones a resolver por las dos partes, pero no lo hicieron. Quizá porque Puigdemont y los suyos no tenían interés en dar marcha atrás, mientras a la oposición no le venía mal ampliar el memorial de agravios y hacer un poco de victimismo que moviera los corazones de los españoles de buena voluntad, espantados ante semejante atropello.

En otro orden de cosas, poco se insiste en que al nacionalismo catalán se le corresponde otro, el español, que se asimila al aparato del Estado que controla y es utilizado por los intereses dominantes para controlar el país, en especial Cataluña, la única región de España con capacidad para hacerle frente al núcleo central de esos intereses, que está en Madrid. Hay una amplia literatura en esta materia que arranca casi desde el momento mismo en que Felipe II fijó allí la capital de España. Las tensiones históricas han sido frecuentes durante siglos y no hay más que recordar la que armó la Prensa madrileña cuando la empresa catalana Gas Natural presentó una OPA a Endesa. En medio de la escandalera se habló de no sé qué compañía alemana interesada en hacerse con la eléctrica española, lo que no pocos celebraron porque, dijeron, preferían “una Endesa alemana antes que catalana”. Y pasó a ser italiana.

Conviene recordar en estas cosas el adagio popular de que dos no se pelean si uno no quiere. O sea: si uno de los dos nacionalismos enfrentados supera la habitual ramplonería ideológica, sería posible superar fácilmente cualquier conflicto. Incluso no habría enfrentamientos si los dos alcanzaran ese estadio para integrarse en áreas supranacionales de actividad económica y afinidades políticas más amplias (la UE en este caso) en las que se alejarían del riesgo de abocarse al suicidio que es, justamente, lo que temen los más alarmistas en el caso catalán. Que no lo son tanto por cuanto no resulta disparatado cuando una potencia como Rusia, pongamos por caso, aparece interesada en alentar los separatismos europeos. El propio Putin ha comentado que esos fenómenos en su seno se los tiene merecidos la UE por su actuación en Kosovo; y aunque dijera que la cuestión catalana es un asunto interno de España se da por descontado que no están tan lejos del asunto.

Putin tiene la posibilidad de aumentar su influencia en Europa. La política exterior de Trump puede dejarle espacios que no dudará en aprovechar junto a las debilidades europeas de siempre, entre las que figura lo poco que ha aprendido de las dos guerras mundiales del siglo XX, iniciadas en el viejo continente y a las que sirvieron de fulminante los nacionalismos de la época que comienzan ahora a dar nuevas señales de vida.

La coherencia de Rajoy

Mucho se habla, a cuenta de Cataluña, de “relatos”. Dicen que Rajoy no ha hecho un buen relato que ofrecer mientras el de los independentistas incide con mayor fuerza sobre la opinión. Y es verdad. El secesionismo catalán ha tenido todo el tiempo del mundo para montárselo con sus intelectuales orgánicos que cayeron en errores, las exageraciones históricas y otros excesos; como si no bastara la simple verdad para darle a Cataluña su dimensión sin necesidad de andar trasteando con Colón, Erasmo, Ignacio de Loyola, Santa Teresa y qué sé yo. Tuve la malsana curiosidad de si en la amplia relación andaba el caballo del Cid, pero no.

Son numerosas las mistificaciones innecesarias para resaltar su relevancia como la nación que es y su importante peso en la lucha antifranquista y en el restablecimiento de la democracia en España con la Constitución de 1978 tan alegremente denostada por gentes de las generaciones jóvenes no digo que olvidadizas porque sólo se olvida lo que no se sabe. Una Constitución, un régimen si quieren, que debió reformarse tiempo ha y tanto se ha retrasado que ahora no puede demorarse más sin graves riesgos. El llamado choque de trenes de Cataluña quizá pudo evitarse de haberse practicado antes y con tiempo la reforma constitucional y resolver la cuestión de la integración territorial de España. Algo tendrá cuando es el único de los cuatro problemas con que inició España el siglo XX que sigue sin ser solucionado. Los otros tres eran el Ejército, la Iglesia y la reforma agraria, sin descartar que haya por ahí un cuarto o un quinto.

Sin embargo, ya ven, debo reconocer que Rajoy ha sido coherente. En sus días en Alianza Popular (AP) estuvo contra la Constitución, en especial contra el título VIII, el de las autonomías. No sorprende, por tanto, pura coherencia que el PP obstaculizara siempre la reforma constitucional, o sea, que la impidiera aprovechando que la mayoría cualificada de parlamentarios necesaria para ponerla en marcha no podía conseguirse sin los votos del PP.

Dado ese posicionamiento, cuando Pedro Sánchez anunció su acuerdo con Rajoy para apoyar la aplicación del artículo 155 a Cataluña, añadió que habían acordado también poner en marcha la reforma constitucional. Del entusiasmo de Sánchez no participó Rajoy, lo que autoriza a sospechar que no tiene intención de reformar nada. Si bien pudo ocurrir que prefirió ponerle sordina al asunto visto que Aznar se apresuró a aconsejar que no se le diera a los separatistas a plazos lo que se les negó al contado; o al contado lo que se les negó a plazos, que no están contestes los autores. Sólo le faltó al ex presidente tirar de Espronceda y sus patrióticos versos sobre la gloria histórica de España en lúgubres versos; como aquello de “sobre tu invicto pendón/miro flotantes crespones/y oigo alzarse a otras regiones en estrofas funerarias”. El poeta debió escribir el poema un mal día en que lo despertó el triste concierto de la campana y el cañón, que no se privaban de nada nuestros románticos que oían de la patria la aflicción y tocando a muerto la campana y el cañón.

No sé si hoy mantendrá Rajoy esa coherencia de sus días de AP. Ya veremos. Pero sí lo fue, debo reconocerlo, hasta no hace tanto. Creo que en 2004 o por ahí lanzó la campaña de recogida de firmas contra el Estatut y acabó por plantarse en la acera de la Carrera de San Jerónimo, frente al Congreso, rodeado por un montón de cajas, azules si no recuerdo mal, con cuatro millones de firmas que nadie se paró a contar. Como no le hicieron mucho caso, decidió proponer al Congreso, en base a las firmas, un referéndum a escala nacional sobre el referéndum catalán y como tampoco consiguió nada, acabó por interponer el recurso de inconstitucionalidad contra el aborrecido Estatut que dio lugar, en 2010, a la sentencia del Tribunal Constitucional que recortando aún más el texto disparó los votos de Esquerra Republicana en las elecciones autonómicas de ese mismo año. Viví aquellas elecciones allá y se veía a la gente indignada. No era para menos ya que el Estatut había cumplido todos los requisitos legales: aprobación del texto en el Parlament; envío a las Cortes Generales que le dieron una buena “afeitada”; vuelta a Cataluña donde se le sometió a referéndum aprobatorio. La sentencia fue considerada una burla y ya se notaba la irrupción de las clases populares en el catalanismo que siempre estuvo mayoritariamente en manos de la burguesía y las clases medias

No parece necesario extenderme en el mal fario de Rajoy en Cataluña. No porque dejara de ser coherente sino porque aburrirían a las ovejas y a la banqueta de ordeñe las ristras de negativas del hombre a las propuestas catalanas antes de llegar a esta situación sin salida aparente.

Aunque no se entiende, por ejemplo, que haya reverdecido, alentado por la derechona carpetovetónica, el boicot a los productos catalanes con olvido de que se va contra la comunidad autonómica que es el principal motor económico de España, es decir, que se daña por igual a secesionistas y no secesionistas, a catalanes y no catalanes, en una Comunidad con un peso determinante sobre el conjunto de la economía española. De la contribución de Rajoy al crecimiento del separatismo catalán, ahora puede decirse de éste que no ha ayudado menos a la emergencia del españolismo. Y los dos apelando a los valores de la democracia que no pesan demasiado en los genes del PP ni nada tienen que ver, por poner un ejemplo, con el tratamiento dado por Puigdemont y su bancada a la oposición, cierre del Parlament incluido. A lo que debe añadirse la actitud de la Prensa llamada “nacional” que no ha contribuido, precisamente, a suavizar tensiones y a introducir algo de racionalidad en este asunto. Quien manda, manda, ya saben. Así, ha conseguido que los asuntos de corrupción, que tan graves parecían, hayan pasado desapercibidos, sobre todo en lo que se refiere al caso Gürtel en el que se ha establecido en los tribunales que, en efecto, era una trama del PP. Habrá que esperar a ver cuanto tiempo tardan en sacar de su puesto a la fiscal que ha insistido en este extremo.

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