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Puigdemont tras los pasos de Mas

Artur Mas y Carles Puigdemont, presidente saliente y entrante, abandonan el Parlament

José A. Alemán

Las Palmas de Gran Canaria —

No diré hasta donde me tiene el que si tu-tú, que si ta-tá por las presidencias de España y Cataluña, con su añadido de la guerra cainita de los socialistas que han emprendido sus barones (y alguna barona) que quieren ser califas en lugar del califa. De ambos conflictos, más interrelacionados de lo que muchos creen, se han hecho análisis lúcidos y certeros, además de sugerentes, pero también juicios cargados de un sectarismo fuera de época. En especial en la cuestión catalana en la que menudean las frecuentes referencias a “los que quieren romper España” en que se incluyen a quienes, sin ser independentistas, consideran que de haberse celebrado el dichoso referéndum las cosas se hubieran aclarado.

Sin negar los trasteos de Artur Mas deberá reconocerse que la actitud de Mariano Rajoy no hizo más que proporcionarle las bazas para seguir adelante. Ahora, Artur Mas se ha visto obligado a abandonar el primer plano y resulta curiosa la forma en que el españolismo ha tirado voladores celebrando su fracaso; como si el problema quedara resuelto cuando, en realidad, la investidura de Carles Puigdemont tiene toda las trazas del inicio de una nueva etapa con el mismo propósito de la parte catalana seguir adelante con el proceso secesionista. Puigdemont, en definitiva reveló que su programa es el mismo de Mas y mantiene el plazo de 18 meses para declarar la independencia. Porque no es tiempo de cobardes, vino a decir.

Por parte española sigue Mariano Rajoy con su actitud de no hacer nada, la que nada tiene que envidiar en patetismo al papelón de Mas. Mucho se han cargado las tintas contra este, con más o menos razón, pero poco o casi nada se ha dicho acerca de la responsabilidad de Rajoy en el agravamiento de la situación. Da la sensación de que pasó inicialmente a la espera de que con el tiempo los independentistas se cansaran y dejara de resollar y darle la lata; aunque el problema que, por lo visto, es lo de menos no se solucionara. Ya recordó en su día López Burniol que de los cuatro problemas españoles a principios del siglo XX -el religioso, el militar, el agrario y el catalán- solo permanece incólume el catalán. Una pervivencia que tiene sus raíces en la resistencia de los gobernantes a admitir la plurinacionalidad del Estado Español y la personalidad específica de los catalanes, que es por donde suele manifestarse, sin olvidar Euskadi, una cuestión que no es solo catalana sino española.

Rajoy ha olvidado, por otro lado, el carácter político del problema y se ha refugiado en los tribunales y en la invocación a los poderes del Estado que llegan, constitucionalmente, a la suspensión de la autonomía, pero que, bien sabemos, puede traspasarse ese límite. Todo por no admitir, de una maldita vez, que el problema de fondo es el de la estructura territorial del Estado; como se vio en la I República, tras la dictadura de Primo de Rivera, en los albores de la II República y en la misma Transición, túnel de salida de la dictadura franquista. Estamos, pues, ante la debilidad congénita del Estado Español que ha necesitado constantemente de la ortopedia de gobiernos reaccionarios y de dictaduras militares para mantener su apariencia. Esa debilidad la refleja la impotencia contrastada para hacer prevalecer los intereses del país sobre los dominantes en el corazón del Estado, los que se valen del centralismo para dominar al país. Ya en alguna ocasión me he referido a la escasa calidad de las autonomías españolas, lo máximo tolerado por los dominantes y a las propuestas de recentralización del PP que caminan junto a las leyes que deterioran la democracia. La historia tiende a servir de advertencia.

No menos lamentable ha sido que Rajoy aprovechara la jornada catalana del domingo para reafirmar su postura negativa, aunque no sea menos cierto que ya resulta irrelevante porque se le ha pasado el tiempo del diálogo. Es tarde para que se vuelva atrás; está quemado más que amortizado, lo que hace deseable que no repita en La Moncloa y lo sustituya alguien menos negado al diálogo. El colmo ha sido el aprovechamiento de la investidura de Puigdemont para tratar de forzar al PSOE a no cerrarle el paso hacia La Moncloa. Única señal de que ha comprendido que el nuevo honorable es un paso adelante del proceso independentista. Mas ha fracasado, pero menos.

Las mejores autonomías de la galaxia

Las mejores autonomías de la galaxiaLa imputación de querer romper España la extendieron tanto el PP como el PSOE a los que, sin ser independentistas, quisieran un referéndum que aclarara de una maldita vez qué quieren los catalanes. Vaya por delante, agradezco que me hayan rejuvenecido; aunque no para bien pues cuando el franquismo acusaba a alguien de querer romper la unidad de España, ese alguien acababa ante un paredón de fusilamiento o en la cárcel. No me sorprendió, pues, oírla en boca de los peperos, de los que bien conocemos su ADN franquista; pero sí, aunque no demasiado, en la de los socialistas. A Pedro Sánchez se le ocurrió sondear a Pablo Iglesias para ver las posibilidades de un apaño y los barones, comandados por la andaluza Susana Díaz, metieron a Podemos entre los destrozones por plantear la necesidad del referéndum catalán. Díaz, pues, se alineó con el PP para colateralmente sacar a Sánchez de la secretaría general y de la candidatura a La Moncloa, caso de convocarse nuevas elecciones. Ella lo niega pero sus actos la delatan.

Unos y otros olvidaron (o no saben) que no es lo mismo estar por la secesión catalana que por la celebración de un referéndum para que la población se pronuncie sobre esa propuesta que le hacen algunas fuerzas políticas. Como olvidaron que hay consultas binarias, con una pregunta concreta a la que no hay otra respuesta que sí o no; y otras con más de una opción, tantas como pueden ser los supuestos de la relación con el Estado de la comunidad a la que se pregunta: desde las autonomías (las de verdad) a alguna forma de federalismo con el reconocimiento explícito de la pluralidad del Estado. A esa supuesta voluntad de romper España se opone, por tanto, el empeño de dejarlo todo como está, más cerca que otra cosa de la concepción franquista de unidad mediante la dominación. Y no se diga, como suele el PP dentro de su repertorio de engañifas, que España también es la envidia del mundo (otro rasgo franquista) por tener uno de los Estados políticamente más descentralizados de la galaxia y unas comunidades autónomas que son de los entes territoriales dotados de mayor poder. 

Desde luego, no puede negarse que la Constitución de 1978 significó un avance considerable: fue un giro radical en la larga trayectoria apenas interrumpida del centralismo inoperante y dictatorial. Pero solo fue un paso, vergonzante, quizá el mayor posible entonces, hacia el Estado Federal. Tiempo ha habido de solucionar el encaje de Cataluña en la España democrática y lograr la integración territorial de España, el verdadero problerma de fondo. No solo no se hizo sino que el PP trata de recortar las autonomías mediante sus propuestas de recentralización. En este sentido, el citado Juan José López-Burniol, notario y miembro de Ciutadans pel Cambi, considera que ya no caben medias tintas y solo quedan dos opciones en Cataluña: federalismo o autodeterminación. Considera, además, que se impone una reforma constitucional pactada por PSOE y PP. Con el segundo no creo que haya nada que hacer y con los socialistas bien se ha visto que desde el 78 a esta fecha nada ha hecho por la construcción de un modelo federal. Ni siquiera lo han predicado hasta que Pedro Sánchez recurrió a él, a falta de otra cosa que ofrecer. Pero no ha explicado su propuesta más allá del enunciado y no creo que los barones que le acechan estén por la labor. No vaya a romperse España. El mismo López-Burniol considera que “si los españoles tuvieran coraje desarrollarían el Estado autonómico en sentido federal; si lo tuvieran los catalanes, concretarían lo que quieren y pondrían los medios para lograrlo.” 

En cuanto la calidad autonómica mencionada, la que tanto nos envidian porque tenemos la mejor del mundo, no me extenderé. Simplemente repetiré que no es cierto que tengan las autonomías españolas mayores competencias que otros entes políticamente descentralizados. Basta un repaso a las competencias judiciales, penales, financieras de los Estados Unidos; a las competencias de política exterior e inmigración de los Estados de Canadá; a las competencias en administración local, tratados internacionales, seguridad pública, policía etcétera, de los Ländern alemanes; el caso belga, el suizo e incluso el austriaco... Estas referencias comparativas las hizo hace años Carles Vives Pi-Sunyer, catedrático de Derecho Constitucional y vicepresidente emérito del Tribunal Constitucional. Para Vives las autonomías españolas son simplemente administrativas y están muy lejos de la autonomía política. Y asegura: “No hay ningún ámbito material, incluidos los reservados en exclusiva a las Comunidades Autónomas, en el que el Estado no haya fijado, a menudo con un grado de detalle extraordinario, no ya las directrices políticas a seguir, sino un auténtico sistema unitario y uniforme (en educación, sanidad función pública, administración local, comercio, transportes, aguas, montes, etcétera) y no hay materia de competencia autonómica que no se haya fragmentado jurídicamente para permitir una intervención estatal…”. Nunca sabré si la reiterada afirmación de la superioridad de las autonomías españolas se debe a engañifa deliberada o a ignorancia pura y simple.

Bajo la sombra de la corrupción

Bajo la sombra de la corrupciónEn cuanto a la que se traen para dar con un candidato que colocar en La Moncloa, de la que no se despega Rajoy ni con agua hirviendo, no viene mal recordar al profesor Alejandro Nieto para hacernos una idea de con quien y en qué nos gastamos los cuartos.

Indica Nieto que con la victoria política “termina el proceso y el triunfador se da por satisfecho con el sueldo oficial y los gajes, honoríficos y materiales propios del cargo”. Sin embargo en otras ocasiones, agrega, “el proceso no se detiene en la ocupación del cargo, puesto que el titular sabe que puede obtener de él una rentabilidad mayor si aprovecha los privilegios del poder para practicar la corrupción”. Y sigo con el ex catedrático de Derecho Administrativo de La Laguna por razones de autoridad y por economía de lenguaje: esta corrupción, dice, “es el complemento natural de la patrimonialización del aparato del Estado” que puede conducir a una personalización de su manejo para satisfacer intereses particulares del partido gobernante, de sus militantes y dirigentes. “Cuando se llega a este punto se disuelve el Estado de Derecho y también el Estado democrático y todo lo público se convierte en un gigantesco botín”.

Esto y más debería recordársele a quienes recurren al revival facha de los que quieren romper España y no se preocupan (¿por la cuenta que les tiene?) del hecho comprobado de que la vida política no se altera por el conocimiento de corrupciones ni siquiera cuando estas aparecen publicadas con todo detalle. Para Nieto “la sociedad española no se asombra de la corrupción política porque ella misma está corrompida hasta los huesos” y no considera aberrantes tales conductas. “El español medio está identificado con el corrupto porque percibe que este obra como lo haría él mismo si se encontrara en la misma situación […] La corrupción pública fluye paralela a la corrupción privada, ramas de un mismo tronco y más cuando se piensa en la interdependencia de lo público y lo privado”. Apostillaría por mi parte, en esto último, que uno de los caballos del neoliberalismo es precisamente esa interdependencia a favor de lo privado. El otro, la inexistencia de valores de referencia a los que transgredir, hace que la corrupción se acepte como práctica normal, como algo que acompaña necesariamente al sistema político. Así se explica en el caso español, termina Nieto, “que una y otra vez políticos notoriamente corruptos, denunciados, procesados y aun condenados, han superado con facilidad la prueba de las urnas y salidos elegidos demostrándose la poca importancia que los ciudadanos conceden a esta tacha”. No hay que mirar fuera de las islas para verificar todo esto; ni creo que pueda objetarse a semejante descripción del funcionamiento de la política española.

La acumulación de casos de corrupción en el PP, que llegan a involucrar al aparato del partido no impidió a Rajoy ganar en 2011 la mayoría absoluta con que nos ha machacado en los últimos cuatro años. Es cierto que la crisis económica provocó la reacción de los jóvenes y dio lugar a las opciones emergentes aunque no por eso dejó de ganar Rajoy el pasado 20-D. Ahora tiene complicado repetir, pero es evidente que Ciudadanos está por la labor en nombre de los intereses del país (léase de la derecha) como de hecho lo están no pocos de los barones socialistas al aprovechar la oportunidad para calzar por Pedro Sánchez. Han juntado la cuestión de la presidencia del Gobierno español con la de la secretaría general socialista y la candidatura de Sánchez en caso de nuevas elecciones.

El no cambio 

Uno de los aspectos que se vislumbran en tanto que si tutú, que si tatá, son las constantes referencias a la Constitución y la democracia, con una verborrea insufrible en boca de los mismos que no dudan en pasarse la una y la otra por el forro. Los casos son numerosos pero para no extenderme pondré de botón de muestra la utilización por el Gobierno del decreto-ley fuera del supuesto de extraordinaria y urgente necesidad que señala la Constitución. Rajoy ha utilizado el decreto-ley en el 34% de sus iniciativas legislativas, porcentaje a la que solo se acerca la primera legislatura de Aznar con un 32,95%. Los socialistas también lo han utilizado aunque con menor frecuencia. En su caso, Rajoy no necesitaba saltarse el Parlamento pues contaba con una mayoría más que suficiente para sacar adelante cuanto le pareciera. Lo que quería evitar era el debate, impedir que los argumentos de la oposición llegaran a la opinión. Demostró que la democracia no tiene para él significado alguno: no solo calzó por el necesario control parlamentario sino que violentaba el principio de división de poderes. Está claro que la derecha política española no ha interiorizado la constitucionalidad democrática a la que tanto recurre.

En resumidas cuentas, señala Nieto el proceso: “La oligarquía o un sector de ella se apodera del aparato de partido; el partido que vence en la pugna electoral margina a sus adversarios y su aparato ocupa sin contemplaciones el del Estado; y los que han ocupado el Estado imponen su política y desvían el poder constitucional del Estado en beneficio institucional del partido y del personal de sus ocupantes y allegados”. El partido gobernante, en fin, tiende a eliminar los contrapesos que posee el sistema para evitar los excesos en el ejercicio del poder.

Es lo que hemos vivido en los últimos cuatro años, lo que da idea del bajo nivel de los barones socialistas que tratan de desbancar a Pedro Sánchez. Mezclan churras con merinas, por emplear un dicho mesetario. Susana Díaz, presidenta de Andalucía, ha estado especialmente beligerante con la matraquilla de la unidad de España sin reparar en que atenta más contra ella la intransigencia y falta de diálogo de los “patriotas”, que es lo que necesita la cuestión catalana desde hace el tiempo suficiente como para que se comprenda el fondo del problema y frenar el impulso hacia el peor desenlace final. Susana Díaz ni se ha planteado estas cuestiones cuando, en verdad, aunque no sea Sánchez lo mejor que le ha ocurrido al PSOE, su ocurrencia de dialogar con Podemos para un posible no fue descabellada. Pudieron los barones marcar sus líneas rojas pero se le lanzaron al cuello oponiéndose a cualquier aproximación con quienes quieren romper España, la cantinela que ha repetido hasta la saciedad Susana Díaz. Tratan, en definitiva, de vender la moto de que el pacto que interesa al país es el del PP con el PSOE; y Ciudadanos, que no está menos por la labor al pedir al PSOE que no impida con su voto negativo la investidura de Rajoy. Es la misma solución que venden determinados sectores periodísticos y empresariales. Es lo que interesa al mundo del dinero y a los políticos profesionales que medran en los partidos y que, en este caso, ni se paran a pensar si no estarán propiciando el hundimiento de su partido en un futuro no tan lejano. El que venga detrás que arree, vienen a decir: les da igual que el partido se hunda porque lo que les interesa es sobrevivir.

Otro aspecto llamativo es que, de pronto, todos los partidos se han puesto a hablar de cambio. Incluidos los del bipartidismo, seguramente convencidos de que ya pasó el peligro; de que las cosas están lo bastante liadas para que una mayoría del electorado considere menos arriesgado, en una eventuales nuevas elecciones, el malo conocido que el bueno por conocer. Aunque se arriesguen a que su electorado se abstenga y no vayan a votar sino los más fieles. Como el mismo fenómeno puede darse por la izquierda, en la que no incluyo al PSOE, igual resulta que la cuestión es quien tiene más adictos dispuestos parte de otra mañana de domingo para acudir a las urnas. Hablan de cambios, como digo, pero han acabado por no especificarlos. Por si acaso. En lugar de tantos dimes y diretes, deberían explicar qué hay de la reforma constitucional, del federalismo que parece el único sistema capaz de organizar territorial y en materia de competencias la plurinacionalidad española. Tampoco se habla de la Educación, de Sanidad, de dependencia, de la reforma de la Justicia y tantas cuestiones pendientes. Los buenos propósitos expuestos durante la campaña se han esfumado y solo queda la disputa del poder y la sospecha, de los más avisados, de que la atención a los intereses públicos se mantendrá en el grado preciso para que no dé lugar a movilizaciones; las que en cualquier caso se pueden controlar mediante la ley mordaza y otras disposiciones poco o nada democráticas.

Un ejemplo claro de cómo actúa el aparato de las oligarquías partidistas es la lucha contra la corrupción. Esta, como ya se indicó, va asociada al poder político y tiene en España características sistémicas por cuanto son toleradas por la sociedad. Pero lo que interesa resaltar aquí son los esfuerzos del PP y sus propagandistas para convencernos de que son casos aislados que pueden darse en cualquier partido, lo que desde luego es cierto. Pero no lo es menos que la corrupción en el PSOE tiene connotaciones distintas a las del PP debido, sobre todo, a que este aprovecha la larga experiencia de las derechas oligárquicas que han dominado siempre el país. Saben mejor cómo se hacen esas cosas. El problema del PSOE es que al proclamarse de izquierdas se le exige una ejemplaridad que no se espera de la derecha. Si bien debe aclararse que en la derecha hay gente honesta y que la izquierda no está exenta de zarandajos. Las generalizaciones deben entenderse, pues, referidas a los aparatos partidistas en las que se aprecian reacciones ante la corrupción en sus filas que no se llevan paja y media. Tanto el PSOE de Felipe González como el PP arremetieron contra jueces, fiscales, policías y periodistas con extremada dureza atribuyendo los casos que se destapaban a maniobras de su oponente. Pero también es cierto que si los socialistas cerraron filas en defensa de los suyos no lo hizo, desde luego, con la intensidad del PP que aparece como protagonista, como en el caso de la reforma de la sede de Génova. Por otra parte el famoso mensaje de Rajoy a Bárcenas con la recomendación de que fuera fuerte se interpreta como prueba de que Rajoy no andaba lejos de todo aquello. Pero no conviene descartar que su recomendación fuera la de aguantar hasta que bajara la marea y todo se olvidara. Sin embargo, parece que a Bárcenas le cogió el momento en que la gente comenzaba a mirar la corrupción de otra manera. Pudiera decirse que la política española anda entre el cambio y el no cambio. Creo que es en la actitud ante la corrupción donde se aprecia mejor esta especie de dicotomía un tanto forzada. El cambio lo indicaría que los aparatos de partido se hayan visto obligados a expedientar a los militantes y cargos relacionados con algún caso de corrupción. Un cambio que cierto amigo, escéptico, considera relativo pues piensa que los partidos no castigan la corrupción en sí sino a quienes son trincados con las manos en la masa; por toletes. Habla, el hombre, de un no cambio pero se queda sin saber qué decir al replicarle que el número de asuntos que han ido aflorando indica por sí mismo un cierto cambio.

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