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Que tengamos la fiesta en paz

Ocaso en la ciudad de Barcelona. (DP)

José A. Alemán

Las Palmas de Gran Canaria —

Confiemos en que este domingo tengan los catalanes la fiesta en paz. Una paz relativa que no exceda los límites de lo ocurrido en los últimos días tanto del lado catalán, integrado por secesionistas y no secesionistas por más que los peperos metan a todos en el mismo saco, como de las fuerzas de seguridad enviadas por el Gobierno español. Éstas, a mi entender, han actuado hasta ahora con la cabeza fría; lo que resulta tranquilizador y ajustado al comportamiento habitual de los catalanes incluso cuando son multitud. Lo habitual, diría como apreciación personal, es que camines por la calle, pongamos un 10 de septiembre, entre gente que pasea por la Rambla, llena las terrazas y cafeterías, entran y salen de todos sitios sin que nada indique que al día siguiente miles de esas mismas personas se echarán a la calle para celebrar la Diada y recordar que allí están. Cosa de las que son conscientes las fuerzas de seguridad que, a mi entender, no se han extralimitado. Esperemos que todo siga así.

Las noticias de estos días, amplificadas por la mayoría de los periódicos españolistas, que no españoles, inducen a no viajar a Cataluña para no correr riesgos. Sin embargo, quienes no han podido evitar el viaje han expresado su sorpresa al observar eso, que a pesar de todo, poco se nota en la calle la tensión. Lo que saben bien quienes frecuentan aquellas tierras. Ni siquiera se advierte en los lugares de las acampadas urbanas en las que se observa más que nada un ambiente festivo entre debates, charlas, conciertos, etcétera. Es esa sensatez lo esencial del misterioso seny catalán que no es virtud que adorne a los intransigentes de la CUP y similares que se han pasado de la raya con la “heroica” destrucción de coches policiales.. El radicalismo de esta gente encuentra su equivalente españolista en las entusiastas despedidas en no pocas ciudades españolas a las unidades de la Guardia Cvil y la Policía Nacional al salir de sus acuartelamientos hacia Barcelona. El alarde de banderas españolas y los cantos de “¡A por ellos, oé, oé, oé!” daban la sensación de que iban al frente del Ebro. El que en todos esos sitios se conociera la hora de salida de las unidades llama la atención pues tengo entendido que son operaciones que se hacen con la mayor discreción. Salvo, claro, que se trate de apabullar al “enemigo” desde el minuto cero.

Sin embargo, llama más la atención el acoso de un grupo ultraderechista a los asistentes, en Zaragoza, a la reunión de parlamentarios y representantes municipales de Podemos y grupos afines. Como se sabe, a la presidenta de las Cortes aragonesas le tiraron una botella de Coca-Cola que la alcanzó en el pecho. La botella estaba vacía, claro, que no iba el lanzador a desperdiciar el contenido. Pero el incidente, aunque indicativo de ciertos talantes, no llama la atención por eso sino porque, ante la situación, Pablo Iglesias telefoneó a Rajoy para informarle de lo que ocurría y veinte minutos después, según Pablo Echenique, secretario general de Podemos en Aragón, los ultras se retiraron sin chistar. “Milagrosamente” subrayó Echenique con bastante malauva al subrayar la rapidez con que obedecen a la superioridad estos patriotas incontrolados que dicen movidos por la espontaneidad. Para que luego digan que Rajoy no manda.

El fascismo de Serrat

Otro notorio exceso fue tildar de “fascista” y de “enemigo de la causa catalana” a Joan Manuel Serrat que inició su respuesta con la obviedad de que sus acusadores no saben lo que es el fascismo. El pecado del cantante fue considerar el referéndum poco transparente y sin las necesarias garantías. Es cierto que el Gobierno central puso de su mano cuanto pudo para que fuera así, pero no es menos que el Govern no ha podido o no ha querido ser más escrupuloso. Serrat opinó como ciudadano libre y expresó lo que muchos piensan con toda legitimidad, faltaría más. Por eso parecen oportunas algunas anotaciones. La primera, que la imputación salió de los círculos más intolerantes del secesionismo y estoy seguro de que no la comparten la inmensa mayoría de los que están dispuestos a votar el domingo, entre los que habrá quienes han decidido votar “no” porque lo que reivindican, en su caso, es el derecho a votar que se les niega.

Serrat, como es bien sabido, es un símbolo de la catalanidad y entre sus primeras contribuciones al impulso de la cultura catalana figura su condición de pionero de la Nova Cançó que tanto aportó a la proyección nacional e internacional de la cultura catalana; incluso me atrevería a decir que mucho ayudó a cohesionar las aspiraciones democráticas en el resto del país. Merece, pues, cuando menos, un respeto y atender a sus razones que no pocos compartimos. Habrá quienes recuerden que ya lo tildaron de “traidor” en los años 60 del siglo pasado cuando cantó sus primeras canciones en español. Él replicó que el castellano era también su lengua materna, que le venía por su madre aragonesa, casada con el anarquista de la CNT que fue su padre. Con ese ideal, bilingüe podría decirse, desarrolló su carrera. Guste o no es un símbolo de esa catalanidad que tanto molesta al españolismo que sigue instalado en los tiempos del conde-duque de Olivares, aunque no parezcan saberlo. En esta perspectiva Serrat difundió la obra de no menos de una veintena de poetas catalanes, españoles y latinoamericanos: Machado, Miguel Hernández, León Felipe, Vergés, Vicenç Foix, Pere Quart, Benedetti, Galeano, Cernuda, García Lorca, Neruda… Destacan asimismo sus trabajos con músicos y cantantes de otras culturas ibéricas, por no hablar de sus incursiones en el cancionero popular catalán o en los de Violeta Parra, Víctor Jara, Yupanqui, Concha Piquer, Juanito Valderrama, Manolo Escobar, los tangos, Antonio Machín, Jorge Sepúlveda y un largo etcétera forman no menos parte de su universo sonoro. Al que cabría añadir a sus ya contemporáneos Ana Belén, Víctor Manuel y Miguel Ríos.

Calificar de fascista a Serrat indica un cerrilismo que tira para atrás, además de una injusticia clamorosa. En 1968, recuerden, fue elegido representante de España en Eurovisión, pero exigió cantar en catalán y fue sustituido por Masiel, que acabó, por cierto, ganando. La canción era La, la, la, compuesta por Ramón Arcusa y Manuel de la Calva, el Dúo Dinámico. Mucho se habló de los motivos de Serrat, que sin duda recibió muchas presiones para que diera el cante, nunca mejor dicho, y a quien el régimen hizo vivir en adelante un calvario por su actitud, la que él acabó justificando, cuando eso fue posible, como reivindicación de la lengua catalana que consideraba maltratada de mala manera por el franquismo.

Aquellas circunstancias y el buen hacer artístico agigantó su figura a lo que contribuyó no menos, por esas cosas que pasan y que Rajoy debería tener en cuenta, ser un maldito para el franquismo. El último contratiempo de Serrat fue su exilio en 1975. Hubo un Consejo de Guerra a varios militantes del FRAP y de ETA de los que cinco fueron condenados a muerte. Serrat estaba en México, donde denunció la represión fascista y apoyó expresamente al presidente Luis Echeverría, que mantuvo la postura tradicional mexicana de reconocer sólo al Gobierno republicano español. No volvió a España al ponérsele en busca y captura al tiempo que se prohibía la difusión de sus trabajos. Un año, más o menos, duró el exilio que fue bastante duro. Vivió de conciertos de bajo cachet y varias dictaduras latinoamericanas, entre otras la de Pinochet en Chile, no le permitieron entrar en sus países por lo que apenas pudo recurrir a giras.

Dos opiniones autorizadas

Algún día habrá que ocuparse de fenómenos propiciados por la actual economía financiera que condiciona el aparato productivo y si desde siempre ha influido en el poder político hoy lo controla a su gusto. El que se baraje en los tratados comerciales internacionales que se vienen negociando la posibilidad de sancionar a los Gobiernos que dicten normas que perjudiquen esos intereses financieros y que se discuta el establecimiento de un tribunal por encima de las soberanías que entienda de las quejas de las grandes compañías contra los Estados miembros, deja en evidencia por donde van. Lo dice todo.

Esa filosofía viene a corresponder al análisis de Juan José López Burniol, notario y profesor de Derecho Civil en la Pompeu Fabra. Por un lado habla de las posibilidades para España y Cataluña de operar de acuerdo y tras referirse a la impotencia histórica de ambas partes, hace referencia al que denomina “núcleo de poder político-financiero-funcionarial-mediático” integrado por los “mandarines” instalados en Madrid que, a su entender, se extiende a todas las esferas, especialmente a las consideradas decisivas: los medios de comunicación públicos y privados y la actividad económica con un pie principal en las antiguas empresas públicas mediante el mecanismo de las privatizaciones. Éstas fueron muy criticadas pero olvidadas a los pocos días, en cuanto la oposición advirtió que dejaron de servirles para zaherir al contrario. No va la oposición a solucionar problemas o mejorar decisiones, sino a darle a la guitarra mientras suene. Algo que, por cierto, ocurre con el PP municipal, que no para de buscarle las vueltas, con o sin razón, a Hidalgo.

Pero a lo que iba. López Burniol ha señalado que el procedimiento expropiatorio, tan del gusto del PP, emplea “unos mecanismos bien afinados, que no están en los libros, pero que se basan en la colocación en los lugares clave de las personas convenientes”. Cita el mismo Burniol los casos de Telefónica, Endesa y Repsol; y al BBVA con el que el “mandarinato” pasó a controlar la empresa emblemática del capitalismo vasco. Con semejante política, continúa, no parecen muchas las posibilidades de acabar con las famosas “puertas giratorias” que comienzan a verse como consustanciales al sistema y no como mero favor al amigo o al compañero de pupitre. Y que no hablen, por favor, de lucha contra la corrupción.

A este orden de cosas pertenecen las cuantiosas cantidades a pagar por las dichosas autopistas con que Aznar quiso dejar tamañitos a Keops, Kefren y Mikerinos. O las mentiras mancomunadas de Rajoy, Soraya y Guindos, entre otros, al afirmar que a los ciudadanos no les costaría un duro pagar los miles de millones para sacar adelante a los bancos que ya se encargarían de devolver el préstamo. Nadie se acuerda ya de eso. La oposición aplica el principio del hoy por ti, mañana por mí y que la vida da muchas vueltas y lo mismo en una de ellas se ve en el Gobierno y ha de repartirse el botín, como suele decir el catedrático jubilado Alejandro Nieto. Pero estas son casi anécdotas ante el control madrileño ejercido por una élite que tiene en sus manos las riendas del poder real y es, volviendo a Burniol, “la que configura las grandes decisiones que nos afectan a todos”. Para que luego nos mareen con los pérfidos catalanes.

Que el núcleo madrileño está por impedir que se consolide otro que le haga competencia parece claro. En este país, de natural tan olvidadizo, debe recordarse casos como el de la OPA de Gas Natural a Endesa. Recuerden la carajera que se armó para evitar que los catalanes mejoraran su influencia en el sector energético y, cuando se corrió la noticia de que una compañía alemana estaba interesada en el negocio, hubo voces en plan de oigo patria tu aflicción proclamando que preferían una Endesa alemana antes que catalana. Todo esto y algo más está detrás de este asunto; y se percibe a simple vista, sin necesidad de pararnos en los agravios a los catalanes. Basta señalar estos hechos, que nos afectan a todos, para entender que, en el fondo, se trata de impedir levantar cabeza a los catalanes. Ni unidad patria, ni democracia constitucional, ni burros volando. Lo que me lleva a otro enfoque de la cuestión, el de José Álvarez Junco, que va más al fondo que Burniol. En realidad, se limita a describir lo que alguien calificó, con acierto gráfico y muy español, el “palco del Real Madrid”. Cataluña es la única Comunidad con capacidad para hacerle frente a Madrid y de ahí el encono.

José Álvarez Junco, catedrático que ha sido de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Complutense, ha prestado atención preferente al fenómeno nacionalista y en general a la historia de las ideas. Fue Premio Nacional de Ensayo en 2002 y al año siguiente recibió el Fastenrath. En 2016 publicó el que creo su último libro, titulado Dioses útiles. Naciones y nacionalismos. No es un texto muy extenso, sino de esos que se te traspapelan y no lo encuentras cuando lo necesitas, pero, por suerte, El País publicó el pasado domingo, 24, un artículo suyo, titulado Democracia y Nación, acerca del conflicto catalán que salva el expediente y que no estaría mal tener en cuenta en estos momentos de cara al inminente referéndum catalán; si llega a celebrarse, claro.

Para Álvarez Junco, “la combinación entre nación y democracia es, en realidad, explosiva. La democracia es un principio que puede defenderse racionalmente. La nación, no. Es algo afectivo, arraigado en los estratos emocionales más profundos(…)Pese a esta incompatibilidad toda democracia necesita apoyarse en una identidad colectiva, una nación, un demos. Esa colectividad básica para la democracia ni fue decidida racionalmente en su origen ni es posible hacerlo ahora. Y como su definición se apoya en afectos y emociones, y no en datos ni argumento, los conflictos sobre lo que sea o no democrático son de imposible solución”.

Como remate al artículo insiste en que se trata de una “cuestión de sentimientos. Y los sentimientos solo pueden ser respetados, no discutidos. Es razonable invocar el cumplimiento de la ley y denunciar las incoherencias e imposiciones del otro. Pero no hay que limitarse a eso; y las leyes deben adaptarse a la realidad social. El 2 de octubre deberíamos sentarnos a unos frente a otros, respetándonos e intentando entender nuestras respectivas emociones; y negociando sobre lo único negociable: poderes, competencias, recursos. Esperemos que, para entonces, no haya habido que lamentar desgracias irreparables”.

Este texto tiene para mí la indudable ventaja de no necesitar comentario. Pero no ha sido la actitud que deja traslucir la adoptada por El País, que aleja al periódico de lo que fuera durante tantos años. Y no, conste, porque se opusiera a las pretensiones catalanas, sino porque lo hizo de forma sesgada, diría que criminalizadora, sin una explicación racional como ésta de Álvarez Junco, una gota en el océano de la descomunal campaña; la que no buscaba el entendimiento, sino la eliminación de la capacidad de resistencia de la única Comunidad capaz de darle una réplica al núcleo instalado en Madrid, no madrileño.

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