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Félix Casanova, el poeta que noveló la desventura amorosa en La Gomera

Félix Casanova dibujado por J.J.Ezquerro (original publicado en LOT)

Pablo Jerez Sabater

Cada autor tiene su tiempo, su espacio, su memoria. El recuerdo que pervive en el abanico de su obra tiñe de mito todo con lo que se le relaciona. Quizá en esta línea debamos situar a un maestro de la lírica, un vate de la prosa que entusiasmó a toda una generación de jóvenes al trasladar al papel las desventuras amorosas de Chano y Cayaya, los sempiternos enamorados de El collar de caracoles, una de las novelas canarias más aplaudidas de las últimas décadas.

Félix Casanova de Ayala (San Sebastián de La Gomera, 1915 – Santa Cruz de Tenerife, 1990) pasa por ser un entusiasta de la palabra. Vocación –quién sabe- que debe ser consustancial a su tierra natal, isla de poetas como García Cabrera o Bethencourt Padilla. Su vida, debatida entre su fama como dentista y poeta, dio con una obra prolija y personal. A nadie se le escapan sus versos que golpean, como látigos, el corazón humano. Porque quizá en parte esa fuera su causa: hablarnos desde el fondo del alma y transformar nuestra impresión con la palabra precisa.

En el Madrid oscuro de la posguerra fraguó su amor por la lírica bienentendida, aquella alejada del oficialismo y la censura, aquella que navegaba de soslayo bajo la capa de grupos como El pájaro de paja. Allí se aferró a la vanguardia más transgresora: el postismo. El choque con la tradición ya no tendría frenos, tampoco los iba a necesitar. Su voz asomaría con fuerza en esa capital teñida de gris y plomo. Años de frenética actividad literaria junto a señeros nombres como Edmundo D’Ory o Eduardo Chicharro.

Corría 1953 y nuestro poeta regresa a las Islas. La llamada de la tierra, la vuelta a la ínsula le reclama a nivel profesional. Se establece en La Palma aliviado de la negritud madrileña para evolucionar como poeta hacia la intimidad de lo canario. Destejer aquel concepto llamado identidad le preocupó. Publicando en revistas y en la prensa del momento alivió la sed de la palabra que corría por sus venas. De La Palma pasa a Tenerife y su actividad poética se dibuja en obras como El visitante o Los botones de la piel.

Y en eso nació una estrella fulgurante pero efímera: su hijo Félix Francisco. Un poeta de aptitudes únicas marcadas por su temprana muerte. Una condición que hizo a nuestro poeta, qué duda cabe, replantearse sus postulados. De mutuo acuerdo dieron luz a una obra imprescindible dentro de la literatura canaria: Cuello de botella (1976), donde dos voces y dos generaciones, como si de un contrapunto cubano se tratase, radiografiaron la palabra y el verso con la firmeza de quien determina su propia agonía estilística.

Nada marca más que el origen, quiero imaginar. La imagen que de niño se nos moldea se abre en nuestra madurez. El imaginario de su niñez en las entonces pedregosas calles de San Sebastián le llevaron a imaginar un romance que reconstruye, de alguna manera, el viaje que la inglesa Olivia Stone hizo a La Gomera a finales del XIX. Una británica, un pescador gomero y una pastorcilla de Guía de Isora; un triángulo que se va dibujando a lo largo de la obra, veces isósceles, veces escaleno, pero siempre marcado por el pulso cotidiano de La Gomera de comienzos del siglo pasado. De Puntallana al Cedro, El collar de caracoles dispone un recorrido existencial por su isla natal tratada con especial templanza en la palabra: lo coloquial se impone a la rigidez de la malentendida alta palabra. Desde su publicación hace 33 años, las diferentes generaciones de jóvenes gomeros y canarios han disfrutado de su lectura. Quizá ese sea el mejor legado que este poeta gomero nos haya podido dejar: su obra.

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