OPINIÓN

Pandemia y Naturaleza

Gorka Garmendia Pérez

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Bueno, parece que estamos venciendo al virus. ¿Podemos celebrar la victoria? ¿Podremos hacerlo cuando todo ese ejército de científicos encuentre la vacuna? Durante estos días oscuros nos hemos sentido por momentos protagonistas de una película surrealista que parece acercarse a un final ¿feliz? La tormenta perfecta en la que el caos sanitario angustiaba al más templado y el aliento de la muerte se sentía cada vez más cerca fue amainando a golpe de aislamiento y penuria económica que pagaremos casi todos. Tan importante como levantar de nuevo la casa desde sus ruinas y enterrar dignamente a las víctimas es prevenir que la siguiente tempestad epidémica no se vuelva a llevar los cimientos de nuestro hogar. ¿Cómo? ¿Siendo más prudentes y previsores? Empecemos por ahí. Pero si pensamos que solo con mayores dosis de prudencia capearemos el próximo temporal microbiológico, tropezaremos de nuevo.

Desde hace aproximadamente tres décadas hemos sufrido el asedio de epidemias que mal que bien hemos sabido sortear. No quiere decir que antes no las hubiera. Las había. Eran más esporádicas, pero más terribles. Devastadoras, como la Gripe Española, porque entonces los países que las sufrían no estaban debidamente preparados. No existía una sanidad pública solvente, la tecnología biomédica no tenía la potencia actual y los estados no podían dedicar notables partes de su presupuesto a investigación. De la mano del progreso científico y tecnológico hemos creado una sociedad aséptica dotada de una sanidad vigorosa que nos ha protegido. Aunque no a todos. Ahora mismo, mientras nos desayunamos cada mañana con el alma en vilo comprobando cuántos contagios y fallecimientos se han registrado en las últimas horas, en un Tercer Mundo sin apenas estadísticas, UCIs o respiradores, agonizan miles de personas con patologías para las que existe vacuna. La tuberculosis en el Congo es solo un ejemplo que se lleva por delante a seis millares de niños cada año. De niños, sí. Y hay vacuna, sí. Pero regresemos a nuestra Arcadia occidental. Desde los púlpitos de la política, además de tirarse los trastos unos a otros, sonarán los trompeteros de la victoria el día que tengamos la vacuna del dichoso virus. La farmacéutica que haya cantado bingo se forrará y todos respiraremos tranquilos. Misión cumplida. Pues no. El problema seguirá ahí. Hasta que decidamos, por fin, solapando nuestra inabarcable soberbia de único animal racional que pisa este planeta, repensar nuestra relación con la naturaleza.

Si seguimos defendiendo a capa y espada nuestro modelo de desarrollo de espaldas a nuestro entorno, el cambio climático que algunos todavía niegan terminará por hundirnos en la ciénaga. Especies de insectos transmisoras de enfermedades cuyo hábitat está en zonas más cálidas se acercarán al próspero norte. Quizá haga falta que el mosquito Anófeles se pasee por Europa infectando de malaria o el Aedes por Estados Unidos inoculando el virus Zika a quienes rigen nuestro destino para que se convenzan de que el calentamiento global no es un capricho ecologista. Y quien dice malaria o Zika, dice decenas de enfermedades tropicales conocidas o no que, de momento, no nos preocupan porque arrasan latitudes más meridionales. Solo preocupa el corto plazo. La economía del momento manda. Como si fuéramos la última generación y no tuviéramos una responsabilidad con las que vienen después. Estados Unidos se retira del Acuerdo de París con el que se trata de contener globalmente la emisión de gases de efecto invernadero. Los países del G-20, responsables del 80% de las emisiones contaminantes, firman pero incumplen sus objetivos. Rusia se frota las manos pensando en las reservas de petróleo que van a quedar accesibles con el Ártico libre de hielo todo el año. Qué importa que el deshielo polar libere patógenos desconocidos para la ciencia que llevan milenios atrapados en la banquisa. No importa. Manda de nuevo el cortoplacismo, el crecimiento a toda costa. Aunque sea lo último que hagamos. En el futuro alguien nos pedirá cuentas y no nos valdrá la excusa de que no lo sabíamos. Nos responsabilizarán de la herencia desastrosa que les legamos. Y no les faltará razón.

Esos mismos gases contaminantes que causan cambios en el clima con efectos directos sobre la población, provocan sequías que arruinan cosechas e incendian bosques, debilitan la salud de las personas reduciendo sus defensas, haciéndolos más vulnerables, además, sirven de vehículos, de portadores a través de sus partículas para los patógenos, acentuando su efecto en lugares más contaminados, como ya han demostrado diversos estudios que advierten de la mayor incidencia del COVID-19 en las áreas más afectadas por la polución atmosférica, como el italiano Valle del Po.

La obsesión por la globalización sin mesura, además de poner en nuestras manos inmediatamente la última tecnología ensamblada en la otra parte del mundo, hace que patógenos de todo pelaje recorran el mundo en horas a bordo de nuestros cada vez más rápidas aeronaves. Nuestro modelo de consumo terminará por consumirnos. En este confinamiento, si ha comido usted uvas o kiwis, plantéese de dónde vienen. Ayer mismo en un supermercado no pude encontrar patatas que no fueran de Israel. ¿Qué cantidad de gases de efecto invernadero ha emitido ese kiwi de Nueva Zelanda o esa patata israelí para llegar a nuestra mesa? ¿No puedo esperar unas semanas a que se coseche más cerca y alimentarme con productos de temporada? Quizá algunos alimentos ni siquiera se cultiven ya aquí por ser más rentable la importación ¿No sería conveniente robustecer de nuevo nuestro sector primario para producir aquí y no apostarlo todo a los servicios?

Nuestro ataque permanente a la biodiversidad altera el equilibrio entre especies. Somos el doble de población que hace treinta años, pero los ecosistemas han menguado a la mitad. Basta comparar una imagen satelital de la Amazonía o del África Ecuatorial ahora y hace medio siglo como ejemplo. Es sabido que todas las especies tenemos una carga vírica que tiene que mantenerse en niveles tolerables para no ser dañina. Si la biodiversidad es alta, tenemos un número suficiente de especies, estas interaccionan como depredadores, como parásitos, etc., y se controlan unas a otras. Hay equilibrio. Si rompemos esa armonía, por ejemplo, extinguiendo especies o destruyendo sus hábitats, habrá un déficit de unas especies en beneficio de otras. No es descartable que, en este escenario de desequilibrio provocado por el ser humano, el crecimiento de una especie en ausencia de su depredador o parásito multiplique la presencia de un patógeno en el ecosistema que termine por afectarnos. De los animales salta a los humanos y ese salto será tanto más probable cuanto menos equilibrados estén los ecosistemas. El Ébola tuvo como anfitrión a monos o murciélagos. El MERS fue huésped de camellos. El COVID-19, de murciélagos, civetas o mapaches, según las fuentes. ¿Quién será el próximo? La relación con esos seres que comparten con nosotros este hogar llamado Tierra es fundamental. Insisto, todos tenemos una carga vírica tolerable que si crece se vuelve tóxica. Si estamos sanos y fuertes, esa carga está bajo control. Si un pollo, por ejemplo, pasa días encerrado, transportado, estresado, hacinado y mal alimentado, el estrés sufrido habrá deprimido su sistema inmune lo que disparará su carga vírica. Si me como el pollo no necesariamente me afectará porque al cocinarlo puede que elimine esos virus. Bastará con manipularlo antes de la cocción para que me infecte y para que yo infecte. Así con todos los animales que manejamos. Y esto no sucede solo en el mercado de Wuhan. Sería muy iluso focalizar el problema en un lugar concreto. Según Christian Drosten, director de Virología del Hospital Charité de Berlín, que identificó el virus del SARS en 2003 y asesor principal de Alemania en esta crisis, el COVID-19 se originó en civetas o probablemente en mapaches, que son cazados en la naturaleza, criados en granjas y cuya piel es muy apreciada en China ¿Quién es capaz de confirmar que la captura y manipulación de animales salvajes no va a originar a medio plazo otra pandemia? ¿Alguien puede asegurar que la gripe aviar o la porcina no tuvo nada que ver con las espantosas condiciones de vida en las granjas?

Tratemos bien a la naturaleza y ella hará lo mismo con nosotros. Si la agredimos, será un enemigo cada vez más peligroso. Elijamos la armonía con ella. Tenemos mucho que perder, aunque a primera vista veamos grandes beneficios en la explotación desmesurada de los recursos naturales. Abandonemos el mantra del crecimiento a toda costa o incorporemos el factor sostenibilidad en la ecuación de ese crecimiento. Se lo debemos a las próximas generaciones, que no nos perdonarán la película de terror sin final feliz de la que serán protagonistas.

Autor: Gorka Garmendia Pérez, licenciado en Ciencias Ambientales por la Universidad Autónoma de Madrid y Educador Ambiental

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