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A la muerte de un marino

Julio M. Marante

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“¡Qué negra quedó la mar! ¡La noche qué desolada!” Rafael Alberti.

Los pensamientos se agolpan alentados por el silencio… Es lo que sucede, tras el mensaje desnudo y real que nos revela la muerte de un palmero ilustre, el adiós definitivo del almirante Amancio Rodríguez Castaños. Una de esas personas dignas y respetables por propia naturaleza. La de pertenecer a una familia con seculares señas de identidad en esta ciudad. “Urbe que busca al mar, cristal sereno, / inabarcable azul que no termina / y, en alianza de siglos, adivina / el amor del Atlántico en su seno”. Con el elemental sentido cívico de un palmero de a pie, me hago eco del sentimiento ciudadano con esta reflexión que no puede resumir el espíritu de un hombre grande…, de un gran hombre, que entronca con esos personajes envueltos en brumas de leyenda, pero que no podemos ignorar, dado el notable papel que han representado en la historia de la Isla.

Ejercer durante muchos años la labor de periodista, siempre sujeta a los aconteceres de la Isla, me permitió ahondar, más por curiosidad que por obligación, en la trayectoria de uno de nuestros marinos más ilustres, el almirante Amancio Rodríguez Castaños. Mis primeras referencias datan de 1985, cuando fue nombrado jefe del arsenal de Las Palmas de Gran Canaria, donde permanecería tres años, siendo promovido, como contralmirante a cometidos más altos. Retomé su figura años más tarde al ejercer el cargo de almirante jefe de la Zona Marítima de Canarias, mando en el que cumpliría la edad reglamentaria. Antes tuvimos el placer de verle presidir el acto de entrega de la bandera de combate al patrullero ‘Centinela’ ofrecida por el Cabildo de La Palma en julio de 1995, con el telón de fondo de nuestras fiestas lustrales. Su biografía fue objeto de un profundo repaso cuando se le nombró, por acuerdo unánime de nuestro Cabildo, Hijo Predilecto de La Palma, la patria chica de otros dos almirantes: Francisco Díaz Pimienta (1594-1652) y Antonio Fernández Rojas (1671-1729).

Desde que Rodríguez Castaños ingresó en la Escuela Naval Militar en 1953 y fue promovido a guarda marina en 1955, demostró una constancia inconmovible que hizo posibles sus sueños: “Mis sueños, por el mar condecorado, / van sobre un bajel, firme, seguro…” Sus méritos corrieron parejos a sus distinciones: La Gran Cruz del Mérito Naval con distintivo blanco, cinco cruces del mérito naval de primera clase con distintivo blanco, la medalla militar de primera clase de las Fuerzas Armadas de Portugal y la cruz, encomienda, placa y Gran Cruz de la Real y Militar Orden de San Hermenegildo.

Amancio Rodríguez Castaños fue un palmero ejemplar y, por tanto un espejo en el que mirarnos después de una vida, forzosamente apasionada, donde disciplina y valores se fundieron con la vocación, el compromiso y el deber. Las obligaciones sagradas de todo marino. Esperando por la dorada ancianidad, le llegó la muerte y se lo llevó para siempre lejos del mar y del paisaje entrañable de su Isla natal. “Si mi voz muriera en tierra / llevadla al nivel del mar / y dejadla en la ribera”. Los versos de Rafael Alberti nos entristecen, pero nos permiten compartir con ellos, el sentimiento de pesar de familiares y amigos, pero la vida sigue y “todos los días tenemos que zarpar, levar anclas, estibar las penas y hacernos a la mar”.

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