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Acero y plata de Luna

Juan Capote

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“…es pequeño, peludo, suave, tan blando por fuera, que se diría todo algodón”.

Quizás ese sea el primer texto literario que recuerde haber oído, que no leído porque, con cuatro años, aún no sabía hacerlo. Y quizás por eso, mi padre, empecinado lector, me dijo que aquel burrito se llamaba Platero, sin parase a pensar cuál era su verdadero nombre. En 1957 subimos a veranear a una pensión de San Pedro, ya que en el invierno anterior una terrible borrasca se llevó la casa de mi abuela, donde lo hacíamos antes, junto con 22 preciosas vidas. Casi todos los días hacíamos un tramo de carretera para acercarnos a un pajero que el pequeño pollino compartía con dos vacas y algunas gallinas que entraban y salían. Era el momento culminante de mi jornada y prácticamente lo único de que me acuerdo sobre aquel verano. Contemplaba su panza, sus orejas, antes de acercarme para acariciarlo. Y me gustaba su color gris, “acero y plata de luna” diría el poeta. Un día mi felicidad llegó al colmo cuando me dejaron sujetarlo por el cabestro. Por un momento era mío, Platero era mío.

Muchos años después, Marichal, mi hermano majorero, me preguntó un día: “¿Te gustan los burros?”. Y aquel niño, que nunca debió irse volvió a mí. “Sí, claro”, le contesté. Al poco dos burras, capturadas en la costa de Fuerteventura, aparecieron en Tenerife. Solo tuve que ir a buscarlas junto al barco. Mi amiga Marichu y yo decidimos mantener a una, mientras que la otra se la regalé a Nanan y Sandra por su boda, realizada solo tres años antes. La nuestra era negrita, la más pequeña, y de una docilidad que contradecía su estado salvaje de dos meses antes. Al poco, ante nuestro asombro, comprobamos que empezaba a echar una barriga más que sospechosa. Era muy joven, pero tuvimos que admitir que estaba preñada.

Un día, desde la cuadra en que se encontraba, Tito me llamó para decirme que había parido. Cuando llegué me la encontré acompañada del animal más entrañable del mundo. Y fue al cogerlo en brazos cuando me invadió de nuevo aquel niño emocionado, al sentir a ese ser “pequeño, peludo, suave.... todo algodón”. Una cría de burro, sea la que sea, es un animalito adorable, pero es que aquella era además diminuta y negra como el azabache. Tito propuso llamarla Silvia como la jovencita sobrina de Marichu, pero María, su hija pequeña, mostró un considerable desagrado, así que tuvimos que ponerla María Silvia.

En una ocasión, varias personas del mundo del caballo acudimos, pie a tierra, con nuestros burros, a una romería de San Benito. Sobre la marcha a Santiago Pino, con quien disfrutaría de esa y otro buen número de fiestas y competiciones, se le ocurrió que íbamos representando a una asociación de amigos del burro, inexistente aun en Canarias. Entre trago y trago de la bota, nos parábamos a dar toda clases de explicaciones sobre la necesidad de conservar a esta especie, a quienes nos preguntaban, tras leer el cartel que improvisamos. En la comitiva estaba Guillermo, un veterano profesor de equitación, quien destacaba con su bonito garañón majorero, el cual, por la condición de entero, hacía todo lo posible por coquetear con las burras del grupo. Al llegar a la tribuna principal, donde se encontraba Ani Oramas, alcaldesa de La Laguna, y Manuel Hermoso, presidente del Gobierno de Canarias, Guillermo en un descuido, que solo lo tomaría como tal quien no conociera su historial hípico, aflojó la cuerda con la que llevaba al semental y este se montó sobre la burra haciendo exhibición de todo su potencial armamentístico. Como puede suponerse el jolgorio del público, incluido los políticos, fue memorable.

Con el tiempo, como correspondía, María Silvia fue destetada, tras lo cual regalamos a la madre e hija por separado a dos personas de quienes estábamos seguros de que iban a cuidarlos. Y vaya que si los cuidaron. Estoy convencido de que cuando ambas murieron fue por exceso de un mimo, al que genéticamente no estaba hecha su rústica constitución, sobreviviente del desierto.

Próximamente tengo el encargo, junto a tres amigos más, de tirar al mar las cenizas de Santiago. Siguiendo sus instrucciones beberemos en ese momento. Y hablaremos con él, entre otras cosas de un paseo con burros por la calle de La Carrera.

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